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Compartiendo lecturas

Por Alejandro Domínguez Benavides en exclusiva para Revista Argentina (Tercera Época)

La Editorial Acantilado de Barcelona acaba de publicar La casa eterna. Saga de la Revolución Rusa. Su autor es Yuri Slezkine. Nació en 1956 en  la URSS, en la familia de un prestigioso especialista en  Latinoamérica. A los veintiséis años decidió cruzar  Europa en tren , “en parte por desacuerdo con un régimen que no me dejaba viajar al extranjero, leer ciertos libros y ver ciertas películas”. Se estableció en Lisboa, se ganó la vida como traductor del portugués en un puerto de Mozambique, terminó su periplo en EE UU y profesó en la Universidad de California en Berkeley.

El libro de más de mil seiscientas páginas recorre la historia de la  Revolución de 1917, desde los levantamientos contra el zarismo hasta las purgas de Stalin  a través de las biografías de la elite que habitó la “Casa de gobierno”, un inmenso  edificio de viviendas, el mayor de Europa, construido en 1931 y emplazado frente al Kremlim.

El autor del proyecto arquitectónico fue Borís Iofán , el mismo que había diseñado el Palacio de los Soviets, que nunca se edificó y el pabellón soviético en la Exposición Internacional de París de 1937.

La Casa de Gobierno “se concibió -explica Slezkine en el prefacio de su obra que utilizaremos de ahora en más- como una solución histórica y una estructura de «tipo transicional». A mitad de camino entre la vanguardia revolucionaria y el realismo socialista, combinaba las líneas rectas y claras y un diseño transparente con una mole imponente y una solemne fachada neoclásica. A mitad de camino entre el individualismo burgués y el colectivismo comunista, combinaba 505 apartamentos familiares totalmente amueblados con espacios públicos, entre los que había una cafetería, una tienda de comestibles, un ambulatorio, una guardería, una peluquería, una estafeta, un telégrafo, un banco, un gimnasio, una lavandería, una biblioteca, una pista de tenis y varias docenas de salas para actividades diversas (desde billares y tiro al blanco hasta pintura y ensayos de orquesta). Afianzando el conjunto estaban el Nuevo Teatro Estatal, con capacidad para 1300 espectadores delante del río y el Cine Obrero de Choque con capacidad para 1500 espectadores cerca del canal de Drenaje”.

La Buena vida

¿Quiénes fueron estos privilegiados que disfrutaban de este confort cuidados y atendidos por doncellas y gobernantas? Bueno, según el historiador había dentro del edificio un sistema de movilidad social. Se cambiaban  de un departamento  a otro a medida que iban ascendiendo, “había comisarios del pueblo, -ennumera Slezkine- funcionarios del Gulag, directores industriales, comunistas extranjeros, escritores realistas socialistas, estajanovistas (entre ellos el propio Alekséi Stajánov) y otros personajes ilustres, como el secretario de Lenin y los familiares de Stalin. (El propio Stalin se alojaba al otro lado del río, en el Kremlin)”.

“Quienes pasaron -recordó el autor a  Pilar Bonet en un reciente reportaje- su infancia en la Casa de la Ribera recuerdan aquel periodo de su vida como una época dorada, de culto a la lectura, de amor, de amistad, de relaciones íntimas”, señala Slezkine. Los habitantes de la Casa bailaban foxtrot al son de discos traídos del extranjero, preparaban tradicionales dulces de Pascua y a partir de 1935 recuperaron incluso los abetos de Navidad (prohibidos a fines de los años veinte) reconvertidos en árboles de Año Nuevo”.

No es para menos. En 1935 “la Casa del Gobierno tenía registrados 2655 inquilinos. Unos setecientos eran funcionarios estatales y del Partido asignados a apartamentos concretos; los demás eran, en su mayoría, personas a su cargo, por ejemplo, 588 niños”.

Un edificio de la envergadura de la Casa de Gobierno necesitaba de un nutrido personal de mantenimiento. Slezkine contabiliza en su libro que “había entre seiscientos y ochocientos camareros, pintores, jardineros, fontaneros, conserjes, lavanderas, enceradores y otros empleados”. Era el patio trasero de la vanguardia -concluye-; una fortaleza protegida por puertas metálicas y guardias armados; una residencia donde los funcionarios estatales vivían como maridos, esposas, padres y vecinos; un lugar donde los revolucionarios volvían a casa y donde fue a morir la revolución”.

En las décadas de 1930 y 1940, se desalojó de sus apartamentos a unos ochocientos inquilinos de la casa y a un número desconocido de empleados y se les acusó de duplicidad, depravación, actividades contrarrevolucionarias o pérdida de confianza. A todos los encontraron culpables de un modo u otro. Que se sepa, 444 inquilinos fueron fusilados; a los demás se les condenó a diversas formas de encarcelamiento. En octubre de 1941, cuando los nazis llegaron a las proximidades de Moscú, se evacuó a los demás residentes.

Cuando volvieron, encontraron a muchos nuevos vecinos, pero no a muchos altos funcionarios. La casa seguía allí, pero ya no era del gobierno.

De la buena vida a «plaza de la Ciénaga»

Hoy aún sigue allí, con una nueva mano de pintura y nuevos inquilinos. El teatro, el cine y la tienda de comestibles continúan en el mismo sitio. Uno de los apartamentos es hoy un museo; los demás son residencias privadas. En la mayoría hay archivos familiares. La plaza de delante del edificio vuelve a llamarse «Plaza de la Ciénaga»

“La ciénaga es la vida humana  -explicó a El País Slezkine- y los héroes de mi libro intentaron secar la ciénaga, limpiarla de todas las dificultades, de todo lo aparentemente superfluo, bello e imprevisible, intentaron construir un universo simétrico y artificial. Mis héroes vivieron una vida trágica y terrible, pero lo hicieron como privilegiados en una isla, separados por verjas de un mundo donde otros pasaban hambre, se hacinaban en barracas y sufrían los horrores de la colectivización”.

 “La violencia estaba presente en la vida de los habitantes de la Casa, muchos de los cuales habían participado en la guerra civil o eran ideólogos y artífices de la colectivización y sabían lo que hacían con sus propias manos y lo que el Estado hacía en su nombre”, relata Slezkine. “Antes del asesinato de Kírov las informaciones sobre el terror se comunicaban entre susurros o entre líneas, pero solo después los miembros privilegiados de la secta tuvieron la impresión de que aquello era el final de su propia vida”. Stalin “inició y organizó el terror en el interior del partido, incluida la de sus antiguos allegados. Visto desde la Casa, Stalin era una persona-símbolo, un ser irreal, un dios, que residía al otro lado del río, en la fortaleza del Kremlin”.

Del bolchevismo a Putin

“En su fase de entusiasmo inicial el bolchevismo tuvo gran éxito al poder conquistar su capital simbólica (su Roma o su Babilonia), pero a más largo plazo sucumbió a la pobreza conceptual del marxismo como filosofía de la historia y también a la misma naturaleza humana”, afirma. “Mi libro se ocupa de forma tangencial de la muerte del bolchevismo, porque trata de la primera generación de convertidos a la secta, de gentes que hicieron la revolución y construyeron el Estado soviético. La fe y la convicción de esas personas fueron apagándose poco a poco junto con su generación”, dice.         

¿Podía haberse transformado la URSS en un país democrático hace 30 años? “La introducción de la democracia significaba automáticamente la pérdida de las repúblicas del Báltico y de parte del territorio, pero aquello era una parte natural del proceso y una liberación para Rusia”.

Slezkine no detecta la existencia de “una ideología de restablecimiento del imperio” en la Rusia actual, pero sí de una ideología de oposición al mundo occidental, unida a la retórica sobre las relaciones fraternales con los pueblos de Bielorrusia y Ucrania. “Lo que yo detecto es la retórica de oposición geopolítica al entorno y a la OTAN. Me parece que la anexión de Crimea fue improvisada en reacción a una situación determinada”, opina.

“Tras el fin de la URSS, Rusia salió con los brazos abiertos hacia el exterior y fue rechazada por razones totalmente racionales. Luego vino la decepción y la rivalidad entre Rusia y Occidente. Yo no simpatizo con el régimen actual, pero es difícil imaginar que un país como Rusia no se opusiera a la ampliación de un bloque militar dirigido contra ella. No hay nada paranoico en eso”.

El estudioso no ve paralelismo entre los bolcheviques y los dirigentes actuales: “El bolchevismo era una ideología que se basaba en una doctrina y una fe. Los viejos bolcheviques estaban llenos de esa fe e iban al patíbulo por ella. Lo que sucede ahora es un autoritarismo rutinario convencido además de que debe luchar con los competidores de su entorno. Para Occidente, Rusia es un enemigo y, con Putin o sin él, Rusia no será parte del mundo occidental, porque no se la puede meter en ningún club: es demasiado grande, tiene demasiados recursos, demasiadas cabezas nucleares y sus propias ideas sobre sí misma y sobre su historia. Occidente podría haber sido más sabio cuando la URSS se desintegró y Rusia intentaba ingresar en alguna estructura internacional, pero las esperanzas de Rusia de entrar en el club dirigido por EE UU no eran justificadas. Hoy tenemos una dura confrontación, tal vez inevitable, que lleva a un brusco empeoramiento de la situación y a la represión en el interior de Rusia. Y es triste contemplar eso”.

La Revolución Rusa: ¿ un movimiento religioso?

 La  Casa eterna  es una verdadera epopeya romántica, ricamente ilustrada y sustentada en una obra de documentación inédita, evita la ilusión retrospectiva de la historiografía tradicional: aquella que proyecta sobre los protagonistas un conocimiento que solo poseían en forma de fe o sueños. Es  una fina comprensión de los mecanismos de esta fe revolucionaria, constantemente puesta en paralelo con la fe milenaria, judía y cristiana, que Slezkine insiste en mostrar, contando la historia de una contradicción inmensa e insuperable, atormentada por la muerte y el terror.

 ¿La revolución rusa  fue entonces un movimiento esencialmente religioso a su manera -tan característico de las sectas- de justificar todo lo que sucede y todo lo que se debe hacer? Trató  de buscar una reconciliación imposible entre el presente y el futuro esperado, que amenaza y nutre todas las decisiones del Partido, agota la existencia revolucionaria, que poco a poco vuelve a esta finitud de la que la Casa Eterna es un ejemplo espantoso,  la rareza de sus fiestas y la sencillez de sus comidas, pero también el inquietante regreso en su interior de los hábitos burgueses, la melancolía que afecta a muchos vecinos, la Ciudad recuerda los universos kafkianos. Después de la muerte de Lenin, el paraíso nunca alcanzado se convirtió en un purgatorio incierto, luego en un perpetuo juicio final. La última parte del libro dedicada a las grandes purgas estalinistas (1937-1938), que cayó con especial violencia sobre los vecinos de la Casa, es la más conmovedora; sin duda porque la forma narrativa se revela allí mejor capaz de captar ese momento que no suele preocupar a la ciencia histórica: el de un cambio de vida. 

Nota. Las opiniones del autor están tomadas de: BONET, Pilar En la torre de Babel de la utopía soviética, El País, Suplemento Babelia Madrid, sábado 19 de junio de 2021, y las citas del prefacio de SLEZKINE, Y, La casa eterna. Saga de la Revolución Rusa, Barcelona, Acantilado, 2021.