

Por Pablo María Garat para el Primer Congreso Académico Beato Fray Mamerto Esquiú, organizado por el Panel Constitucionalista Jurídico

El Venerable y futuro beato Fray Mamerto de la Ascensión Esquiú y Medina, un alma contemplativa, vivió y sufrió al mismo tiempo la realidad de su época y tuvo un profundo dolor de Patria que, sin embargo, finalmente, ponía esperanzado y confiado a los pies de Nuestra Sra. del Valle.
Como reseñara el Dr. Horacio M. Sanchez de Loria, miembro de la Academia Argentina de la Historia y estudioso de la figura de Esquiú: “…fue un hombre contemplativo y su actuación política fue una proyección de ese espíritu que miraba las cosas temporales sub especie aeternitatis. Más allá de las limitaciones de su formación, sus pasos no estuvieron guiados por los principios del republicanismo liberal, sino por el pensamiento clásico, especialmente el de Santo Tomás de Aquino”.

El ver y sufrir la Patria dividida y escarnecida por constantes luchas civiles lo llevó a expresar su amor cívico herido con virtud extrema ya que, como enseña desde siempre el Magisterio Pontificio, el amor político, el amor de Patria, representa el más alto grado de la Caridad.
Así lo recuerda el Papa Francisco en su reciente Carta Encíclica Fratelli Tutti:
“182. Esta caridad política supone haber desarrollado un sentido social que supera toda mentalidad individualista: «La caridad social nos hace amar el bien común y nos lleva a buscar efectivamente el bien de todas las personas, consideradas no sólo individualmente, sino también en la dimensión social que las une»”.
Por esto, y considerando el estado de las cosas en nuestra Patria, me ha parecido oportuno considerar especialmente algunos fragmentos de dos de los “sermones patrióticos” del futuro beato, quizá menos difundidos que el denominado “sermón de la Constitución”, pero que entiendo explican a éste en su dimensión real. Porque tuvieron lugar luego de la aparente pacificación e integración de la Confederación, concluida la batalla de Pavón, y en los cuales Esquiú expresa una meditación profunda sobre la Patria en tales circunstancias.
Como recuerda también Sanchez de Loria:
“Tras la batalla de Pavón del 17 de septiembre de 1861 en la que Buenos Aires derrotó a las provincias, Esquiú se sintió totalmente decepcionado del curso institucional del país, Se fue a Tarija, luego pasó a Perú y Ecuador y tiempo después visitaría Roma y Tierra Santa; previamente envió al diario catamarqueño El Ambato un texto epitafio en el que decía:
«Aquí yace La Confederación Argentina. Murió en edad temprana. A manos de la traición, de la mentira y del miedo. Que la tierra porteña le sea leve. Una lágrima y el silencio de la muerte le consagra un hijo suyo»” (Fray Mamerto Esquiú).
A su regreso, pronuncia el “Sermón por la Paz en la Iglesia Matriz de Catamarca, el 27 de Octubre de 1861, con motivo de las preces por la paz de la República”.
Y me parece oportuno, cuando nuestra Patria y la humanidad tienen ansia de paz, de la paz auténtica que no consiste solamente en la ausencia de violencia, sino que siempre es la tranquilidad en el orden y este fruto de la justicia. Hoy, cuando el flagelo de la peste se agrega a las guerras desatadas en todo el mundo —en diversa escala como denunciara el Papa Francisco— las palabras de Esquiú quizá puedan contribuir a echar luz hacia donde orientar los espíritus:
“Las calamidades públicas son grandes voces con que el Señor nos llama al arrepentimiento, y al mismo tiempo una amenaza de exterminio si despreciamos ese último recurso de su bondad. Después que el Señor ha puesto el bien delante de nuestros ojos, y nos ha invitado a su amor con las maneras más suaves y hermosas, transformándose la Eterna majestad en las personas de padre, de esposo, de pastor, de amigo del hombre, … Nuestras costumbres han permanecido siempre las mismas! El orgullo, la crueldad, el odio, la voluptuosidad siguieron dominando nuestras ciudades y campañas; todas las lenguas rebosaban sensualidad, los tribunales injusticia, las prensas enviaban al oído de todos palabras de mentira e impiedad, las piedras del santuario yacían disipadas, los pequeñitos pedían pan, y no había quien se lo diese; cruel como el avestruz, la hija de mi pueblo deja morir en la corrupción e ignorancia a todos sus hijos! ¡Ay de mí!”.
Y como si estuviese dirigiéndose hoy a nosotros continúa en su celo apostólico por el bien común:
“Hasta ahora, Señores, nunca os hable desde esta cátedra sino vencido por precepto o por el respeto, en esta vez no tengo otro estímulo para hacerlo que el del dolor y amargura que despedazan mi alma a la presencia de tantos males como afligen esta República de nuestro eterno amor a quien saludamos tan llenos de esperanzas en otro tiempo más feliz. El celo de vuestro bien hace que yo no repare en mi ineptitud, y que tenga bastante resolución para no temer las recriminaciones de los partidos que os dividen. Yo no tengo parcialidad; ni soy, ni quiero ser de los hombres, sino de Jesucristo que es el Bien, la Verdad, y la eterna Justicia; lo que hable pues de vosotros, hijos de muertos, y de la confianza en María, brazo bendito de Dios, lo he bebido no en la mezquina inspiración de los bandos, sino en el cristianismo y en vuestra propia historia”.

¿Cómo no ver en esta descripción de nuestros vicios y conductas públicas, tanto de lo que hoy nos aqueja? Cómo no ver en este apartamiento de la ley de Dios aquello que impide la concordia política y la paz social?
Como lo expresa también en “Fratelli Tutti” el Papa Francisco:
“Amor que integra y reúne
190. La caridad política se expresa también en la apertura a todos. Principalmente aquel a quien le toca gobernar, está llamado a renuncias que hagan posible el encuentro, y busca la confluencia al menos en algunos temas. Sabe escuchar el punto de vista del otro facilitando que todos tengan un espacio. Con renuncias y paciencia un gobernante puede ayudar a crear ese hermoso poliedro donde todos encuentran un lugar. En esto no funcionan las negociaciones de tipo económico. Es algo más, es un intercambio de ofrendas en favor del bien común. Parece una utopía ingenua, pero no podemos renunciar a este altísimo objetivo”.
Pero el futuro beato advertía:
“Las alegrías en medio de la horrible calamidad que nos devora son la risa del necio que el Eclesiástico compara al ruido que hacen las espinas al arder: “sicud sonitus spinarum ardentium sub olla, sie risus stulti” (Ecci. VII), su llama seca el corazón y su humo apaga la vista. Tal insensibilidad y ceguera fruto de nuestras alegrías frenéticas, deben ser sin duda alguna la causa de que no se examine el origen de nuestras luchas, ni se haga caso de mil combustibles que casi todos van allegando a ese fuego devorador de la guerra que todo lo devasta, vida, riquezas, crédito, honor, virtual y esperanzas. Merced a esa estúpida necedad, cuando llegan los días de este azote, solo consideramos nombres insignificativos respecto de la masa del pueblo, solo miramos la lucha como sostenida por los jefes de bandos, sin descender jamás al verdadero teatro y causa de la guerra que son nuestras costumbres e ideas dominantes. Sí en la guerra se despedazan los cuerpos pero lo estaban ya mucho antes los espíritus….con la piedad cristiana ha desaparecido igualmente todo patriotismo, desde que no se respetan las leyes, las instituciones, los representantes de esa Patria tan desgarrada y envilecida por sus propios hijos…
En esta tristísima y desesperada situación a que nos han conducido nuestras culpas no teníamos otro recurso que el de Dios. Para llegar a este nuestro Padre celestial, y encontrarlo propicio, hemos implorado la protección de María, el Brazo de su misericordia,…”
A estos motivos generales de confianza en María Santísima añadid los especiales que tenemos en ella por el culto a esta Venerable Imagen. Ay! Cuánta ternura para sus devotos! Cuántos prodigios, cuántos consuelos ha derramado en los corazones Nuestra Señora del Valle! …”.
Este era su dolor pero también su esperanza.
Catorce años después, el 24 de octubre de 1875, con motivo de la reforma de la Constitución Provincial, pronunció también en la Iglesia Matriz de Catamarca un sermón de enorme aplicación a nuestro tiempo. Tiempo en el cual el hombre llegó a creer que, por el dominio de la ciencia y la tecnología, podía “ser como Dios”. Cuando de pronto, algo en la naturaleza, creada bajo leyes de armonía pero alterada por el hombre mismo, lo impactó una vez más como en otras épocas de la historia. No es una gran guerra esta vez, sino la peste, que desnuda la humana fragilidad.
Y también, como si fuese hoy, enseñaba:
“La vida, ese hecho múltiple y variadísimo que nos rodea por todas partes y que se siente en cada uno de nosotros como si cada uno fuera el centro a que converge todo lo que vive sobre la tierra, ese hecho se ve, se toca, se siente y sin embargo es inaccesible a la inteligencia y a las fuerzas humanas. La vida es un misterio que nos lleva como por la mano al reconocimiento y adoración del gran misterio, el Ser por excelencia, de Aquel que dijo en sus inefables comunicaciones con el hombre: YO SOY QUIEN SOY (Ex.III, 13); de Aquel que es la misma eternidad y toda perfección infinita y causa y razón de todo cuando existen fuera de Él; según el Apóstol, la tierra ha sido dada en habitación a los hombres para que busquen a Dios y puedan llegar como a tocarlo,…
Sí; el misterio de la vida desafía a todo el orgullo humano. En nuestro siglo se ha dicho que “por la ciencia llegará el hombre a la omnipotencia, y que ha si vendrá a ser Dios”; exactamente como en el principio de la historia humana había dicho el padre de la mentira: critis sicut diis, sientes bonum et malum (Gén. III, 5). Yo no conozco, Señores, los dominios de este imperio de sabiduría que se dice haber conquistado nuestro siglo; no sabré deciros lo que hay de positivamente ganado en el terreno de verdades filosóficas y sociales; pero, sí, quiero tributar el homenaje de mi asombro a la poderosísima actividad que despliega su ingenio: suscribo a la valiente frase de que “el hombre del siglo XIX, ha arrebatado de las manos de Júpiter sus temibles rayos”; reconozco lleno de admiración, que ante él desaparecen las distancias; que su palabra recorre la tierra con la prontitud que se recibe una orden del amo de la casa; que él dispone y se sirve de mares, de fluidos impalpables e invisibles con la precisión que yo muevo mi mano; que ha hallado ser el globo de la tierra un libro de inefables caracteres, que va ya deletreando; que; en fin; se ha aproximado a los planetas, los ha medido y pesado, y descubre que solo el planeta que habitamos tiene condiciones para la vida, y aún más que todo eso, ha llegado a sorprender la formación de estrellas todavía en embrión! Ah! El hombre sabe y puede mucho!”.

Pero luego de alabar las maravillas de la ciencia de la época advierte:
“Pues ello es tan triste como cierto que en el siglo XIX se ha cumplido lo que dijo Moisés en su cántico de muerte: “incrssatus est dilectus et recalcitravit”: engordó el amado y dio de coces (Deut. XXXII, 15). Se ha visto grande y abandonó a Dios su criador y se apartó del Señor su salvador (ib), y todavía más hinchado que sabio, más estúpido que grande, ha llegado a decir como frenético: “in calum conscendam super astra Dei exaltado, solium meum… similis ero Altísimo”: escalaré el cielo, pondré mi trono sobre los astros más elevados, seré igual Altísimo (Isai. XIV, 13, 14)! Pero ante ese monstruo de poder y de fatuidad, de orgullo y de ciencia, está en pie el misterio de la vida pronto a derribar todo su poder y aniquilar su presuntuosa sabiduría…”.
Hoy esto es de toda evidencia.
Y volviendo a su preocupación por el orden social también enseña en ese sermón que:
“El hombre habla, entiende, goza de libertad, es un ser racional porque nace y vive en sociedad. ¿Cuál es el fin de esa sociedad después de dar la racionalidad de hecho a cada individuo? ¿Cuál es su origen; cuántas y cuáles las leyes de su progreso a ese fin desconocido? ¿Qué cosas son efecto y qué son causa de su progreso en el triple aspecto humano de ser moral, inteligente y físico? ¿Puede el hombre disolver la sociedad humana? ¿Puede acaso rehacerla si se disolviera? He aquí no uno sino muchos misterios que descuellan sobre la cúspide altísima del misterio de la vida! Y de abordar esa cima inaccesible se trata cuando se trata de la Constitución de un pueblo, es decir, del fundamento de las relaciones que dan vida y orden a la sociedad!
Habéis hecho bien, Honorables Señores Convencionales, en venir a este templo a implorar la protección del DIOS de las naciones, cuyos cooperadores sois en esta grande obra. Hacéis bien en pedir a esta cátedra de la verdad cristiana las inspiraciones de la fe en auxilio de vuestra razón. Por mi parte, Señores, proponiéndome ser fiel a Jesucristo, en cuyo nombre hablo, y corresponder del modo posible al alto honor de llamarme hoy a esta cátedra, debo decir y repetir siempre esta sola palabra del Apóstol de las naciones: Omnia in ipso constant: todo lo que es estable, todo bien, toda verdad, la justicia, el derecho, el deber, el orden, la vida, todo subsiste en Jesucristo. Omnia in ipso constant: ¿Tratáis de la Constitución de este pueblo? Pues su fundamento es Jesucristo.
Desde su misma cuna el pueblo de Catamarca ha estado bajo la guarda de la Inmaculada Concepción, sensibilizada en esa imagen sagrada que lleva el dulce y hermoso nombre de VIRGEN DEL VALLE. Esta fue para Catamarca el objeto de su fe y de su amor, repetidas veces fue jurada patrona de la capital y provincia; y a través de tantos trastornos como se han sucedido de medio siglo a esta parte, ese amor aún subsiste, nuestra devoción y confianza en la Inmaculada Madre de Dios no han desmayado, y mucho menos su bondad y misericordia con nosotros. Hoy, pues, que se trata de un acto tan importante de la vida de este pueblo, os invito, Señores, a que renovemos nuestro antiguo juramento de fe y amor a la Virgen del Valle, a que invoquemos su protección y la confesemos llena de gracia como es: AVE MARIA”.
Y enseñando que el hombre es un ser social y político por naturaleza, expresa:
“…Ahora, pues, en ningún tiempo, en ningún lugar, jamás el hombre ha dejado de hallarse en estado de sociedad; ni podría dejar de hallarse sin dejar de ser hombre, pues en ese caso perdería el don de la palabra y con esto el uso de la razón. O no se admite que el hombre sea una creación directamente intentada por el autor del universo, o se le reconoce tal como es, esencialmente social.
Pero ved como en este hecho inquebrantable de la vida social del hombre juegan la libertad humana y la ley física de su existencia. O presiden en él la razón y la justicia; ó la necesidad y fuerza bruta lo dominan, el estado social es una ley indestructible, como la ley de gravitación ó arriba ó abajo, pero siempre pensando sobre su centro.
O reconocemos juntos lo que es deber, lo que es derecho, obligaciones comunes sobre el principio de autoridad legítima, y seremos un pueblo libre y feliz; ó la fatal necesidad de la constitución humana, la fuerza de las pasiones, la prepotencia de uno y la desunión y discordia de los otros, echarán sobre todos la lazada que constituye un pueblo abyecto y desgraciado…
Si hay justicia, si hay verdad, si se quiere establecer sobre buen fundamento los derechos del hombre y dar base a la paz y prosperidad del pueblo, comenzad vuestra carta por el reconocimiento y adoración del Verbo de Dios…”.
Coherente con ello, en 1878 presentó un proyecto de Constitución para Catamarca cuyo artículo 6 establecía que “El pueblo y la Constitución de Catamarca reconocen en las leyes y las autoridades legítimas no un poder convencional, sino el poder que viene de Dios, fuente única del deber y del derecho”.

Sanchez de Loria resume bien como Esquiú, siendo un sacerdote y una vocación contemplativa, movido por el espíritu público, tenía al amor político como la más elevada expresión de la Caridad. Señala que:
“Las enseñanzas de Esquiú a los militantes católicos del ochenta pueden resumirse en algunos puntos; 1) todo poder viene de Dios y por lo tanto debe encaminarse al bien común; 2) la sociedad es una comunidad (si tomamos en cuenta la célebre distinción acuñada por Ferdinand Tönnies entre Gemeinschaft y Gesselschaft) que reconoce orígenes no sólo voluntarios racionales como pretende el contractualismo, sino también religiosos y naturales. Sus vínculos internos no se anudan exclusivamente en torno de convenios, contratos, sino que descansan en actitudes, emociones, de los cuales deriva una sociedad de deberes y derechos y no exclusivamente de derechos; 3) existe una pluralidad de órdenes sociales, a los que se deben reconocer cierta autonomía; 4) la política no debe subordinarse a la economía”.
Ciento cuarenta años después, en medio de la peste, el Papa Francisco enseña:
“La actividad del amor político
186. Hay un llamado amor “elícito”, que son los actos que proceden directamente de la virtud de la caridad, dirigidos a personas y a pueblos. Hay además un amor “imperado”: aquellos actos de la caridad que impulsan a crear instituciones más sanas, regulaciones más justas, estructuras más solidarias[181]. De ahí que sea «un acto de caridad igualmente indispensable el esfuerzo dirigido a organizar y estructurar la sociedad de modo que el prójimo no tenga que padecer la miseria»[182]. Es caridad acompañar a una persona que sufre, y también es caridad todo lo que se realiza, aun sin tener contacto directo con esa persona, para modificar las condiciones sociales que provocan su sufrimiento. Si alguien ayuda a un anciano a cruzar un río, y eso es exquisita caridad, el político le construye un puente, y eso también es caridad. Si alguien ayuda a otro con comida, el político le crea una fuente de trabajo, y ejercita un modo altísimo de la caridad que ennoblece su acción política.”
Fray Mamerto Esquiú, quien será beatificado el próximo 4 de septiembre en esta su tierra, no fue estrictamente una vocación política sino un sacerdote que vivió y sufrió en alto grado el amor de Patria. Ese puro amor de Patria que fundamenta porqué la Política de Bien Común, la que tiene por finalidad la obra de la paz como fruto de la justicia y la concordia, es la expresión más elevada de la virtud de la Caridad. Por esto es relevante que en el recinto del Senado de la Nación se encuentre una placa en su homenaje. Y por esto deberíamos los argentinos, en este tiempo de incertidumbre volver la vista al beato de espíritu público cuyas enseñanzas resultan hoy ciertamente de enorme actualidad, y como él nos enseñase suplicar:
“Oh! Virgen del Valle! Oh! Madre nuestra amantísima! Haced que este tu Pueblo, y que todos tus devotos muestren en la paz y en la concordia en que vivan, que son hijos vuestros, y que en ti moran contentos y alegres! …
Llenos pues de la más grande confianza en María, Brazo del poder y misericordia de Dios, porque es el órgano de todos los bienes que se distribuyen a las criaturas, porque es Madre y Señora especial de los Vallistas, y porque estamos en el período de las gracias, pidámosle siempre por la paz de este Pueblo, de todos nuestros hermanos de la República Argentina y de toda la América; pidamos siempre, la oración continua lo alcanza todo, y al mismo tiempo que oramos trabajemos todos por pacificar los ánimos, por desterrar cruelísimos rencores, por tener nosotros, y procurar que haya en todos espíritu de obediencia y sumisión a las leyes y a las autoridades creadas por ellas. En este ejercicio de oración y de caridad hallareis la paz de la vida presente y la eterna de la Bienaventuranza en el gozo del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. AMÉN”.