Por Juan Manuel de Prada para XL Semanal
Recientemente, causaba general consternación una sentencia judicial que no consideraba delictiva la acción de un tipejo depravado que había filmado subrepticiamente a diversas mujeres mientras orinaban en la calle, para después lucrarse con dichas filmaciones en las letrinas de interné. El tribunal determinó que no existía delito alguno contra la intimidad de esas mujeres porque las imágenes se habían filmado en un lugar público; y concluyó que en todo caso podría existir algún tipo de responsabilidad civil, por haber difundido el tipejo tales imágenes.
Obsérvese que, para determinar si la conducta de ese tipejo fue delictiva, el tribunal se abstiene de pronunciarse sobre su naturaleza, centrándose tan sólo en dirimir si lesiona un «derecho a la intimidad» de las mujeres que fueron filmadas. Y lo hace así porque el derecho positivo en el que se fundamenta ha renunciado a ser determinación de la justicia. Al renunciar a esta misión primordial del Derecho, las leyes se convierten en un batiburrillo positivista, pura razón (o sinrazón) práctica desconectada de la razón teórica que, inevitablemente, acaba desembocando en el nihilismo.
En realidad, el ‘derecho a la intimidad’ de las mujeres que fueron filmadas mientras orinaban es una cuestión jurídica subsecuente que sólo se debería considerar una vez determinada la naturaleza de la acción que se juzga. Pero se escamotea el juicio sobre la naturaleza de la acción sustituyéndolo por el análisis de las posibles subjetividades ofendidas. Lo mismo sucede cuando se juzgan otros actos degradantes de trasfondo sexual, que pueden llegar a incluir las más sórdidas vejaciones y hasta mutilaciones; pero que, si media el ‘consentimiento’ de la persona que ha recibido el vejamen o mutilación –si media una subjetividad que no se muestra ofendida–, pasan a ser como por arte de birlibirloque acciones respetabilísimas. Y, ¡por supuesto!, cuando no existe una subjetividad ofendida, el derecho positivo puede admitir y aun promover los actos más inicuos y aberrantes, empezando por al aborto (pues el feto no puede expresarse como subjetividad quejosa y por lo tanto puede ser apiolado tan ricamente) y acabando por la eutanasia (donde la subjetividad débil y dolorida reclama que la maten).
La aceptación social de esta corrupción del derecho, que ha dejado de ser determinación de la justicia para convertirse en mera gestión de subjetividades, es cada vez mayor. Pero lo propio del Derecho no es proteger ni garantizar el ejercicio de subjetividades diversas, sino hacer un discernimiento sobre la naturaleza de las acciones humanas; luego, por supuesto, ese discernimiento inicial se complementa con una aproximación práctica a las circunstancias concretas en que cada acción se produce, donde se considerarán los daños causados a otras personas. De hecho, la determinación de la justicia es el rasgo más específicamente humano, tal como nos enseña Aristóteles. Cuando el Derecho renuncia a una capacidad humana tan elemental se vuelve una técnica inhumana que renuncia a la razón teórica, enfangándose en un barrizal de ‘derechos a la intimidad’, ‘consentimientos’, ‘derechos a decidir’ y demás formas de voluntarismo.
Por volver al caso que utilizábamos como excusa para nuestra argumentación, un Derecho que fuese determinación de la justicia empezaría por establecer que la acción realizada por ese tipejo es gravemente inicua y desviada, porque degrada a las mujeres a las que filma (con independencia de que consientan en ser filmadas, con independencia de que se consideren agredidas en su intimidad) y fomenta la degradación de las personas a las que luego se ofrece la filmación (con independencia de que paguen de buen grado por esa mercancía abyecta). Y, una vez determinada la naturaleza de ese acto, el Derecho pasaría a atender las especiales circunstancias del caso, que reúnen multitud de circunstancias agravantes, entre las que desde luego se cuenta la agresión a la intimidad de esas mujeres y el lucro obtenido con tales filmaciones. De este modo, determinando la naturaleza del acto, el Derecho mandaría a ese tipejo a la cárcel durante una larga temporada, obligándolo además a resarcir los daños. Y, en último término, el Derecho podría permitirse incluso sancionar con una multa a las mujeres meonas, por realizar actos indebidos en la vía pública.
Pero para que esto ocurra el Derecho debe volver a ser determinación de la justicia; mientras se resista a hacerlo, el nihilismo seguirá colonizando las leyes y fomentando que cada vez haya más gente que perpetre impunemente actos inicuos, hasta que la iniquidad misma acabe convertida en ‘derecho’.