Por Germán Masserdotti para Revista Argentina (Tercera Época)
En “Varias comunidades mapuches reclaman el 83% de un predio del Ejército en Bariloche” (19 de febrero de 2022), Mariano de Vedia informa que la Escuela Militar de Montaña, fundada en 1964, “funciona en un predio de 3608 hectáreas, en una de las zonas más cotizadas de Bariloche, y los grupos que se reivindican como pueblos originarios exigen en conjunto una superficie de 3000 hectáreas (el 83% de los terrenos)”.
“Si bien en este caso las tierras son gestionadas por el Ejército, el propietario es el Estado. Por eso el Ministerio de Defensa apeló la decisión judicial que fijó un plazo de 60 días para que el Poder Ejecutivo le entregue a la comunidad Millalonco Ranquehue los títulos que la acreditan como la propietaria de 372 hectáreas del predio”, agrega Mariano de Vedia.
“A las 372 hectáreas pretendidas por Millalonco Ranquehue se suman otras 612 requeridas por la comunidad Valentín Robles y 410 hectáreas que reivindica el grupo Hualas We, en la que actúa María Isabel Huala, la madre del declarado prófugo Facundo Jones Huala” y también “reclaman las comunidades mapuchee Lof Che Celestino Quijada (304 hectáreas), Trypay Antu (250) y la Lof Che Carriqueo, con una exigencia más modesta: dos hectáreas”.
“A ello se suman dos parcelas reivindicadas por descendientes de Eduardo Goye, que exigen el reconocimiento de su condición de “productores agrícolas con arraigo en Colonia Suiza”, con el argumento de que se instalaron en la zona siguiendo la ruta de las comunidades mapuches. Reclaman ser titulares de 1.050 hectáreas del predio militar. La diferencia con las otras demandas es que en este caso no cuentan con el aval del INAI y del Consejo de Desarrollo de Comunidades Indígenas de la provincia de Río Negro”.
Dicho esto, nos interesa reflexionar desde una mirada política y más allá de la actual coyuntura que es, en realidad, otro capítulo de la temida y temible disgregación territorial de la Argentina.
El inciso 17 del artículo 75 de la Constitución Nacional Argentina dice que corresponde al Congreso de la Nación:
“Reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos.
Garantizar el respeto a su identidad y el derecho a una educación bilingüe e intercultural; reconocer la personería Jurídica de sus comunidades, y la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan; y regular la entrega de otras aptas y suficientes para el desarrollo humano; ninguna de ellas será enajenable, transmisible ni susceptible de gravámenes o embargos. Asegurar su participación en la gestión referida a sus recursos naturales y a los demás intereses que los afecten. Las provincias pueden ejercer concurrentemente estas atribuciones”.
Este inciso 17 del artículo 75 fue introducido, como resulta sabido, en la reforma de 1994. Sucede que la coyuntura actual, como el último de los capítulos de la “cuestión mapuche” en la Patagonia argentina, no podría explicarse sin esta cláusula constitucional.
Abundan los constitucionalistas o quienes se atribuyen tal condición para un análisis técnico-jurídico del inciso 17 del artículo 75 de la Constitución Nacional Argentina. Lo cierto es que, sin perder de vista esta perspectiva, hay una que juzgamos más de fondo sin ánimo de establecer una dicotomía entre ellas: se trata de la política.
Si hoy los argentinos padecemos esta situación anómala consistente en los reclamos territoriales de “comunidades mapuches” es, efectivamente, por la responsabilidad –o, si se prefiere, la irresponsabilidad– política de los integrantes de la Convención Constituyente de 1994. Queriéndolo o no, respondiendo o no a un reclamo social real o a una pose ideológica, previendo o no las consecuencias que se seguirían de tal cláusula constitucional, lo que resulta seguro es que la justificación jurídica que invocan los indígenas, ya por condición o por elección y, en cualesquiera de los casos, indigenistas, para los reclamos territoriales es el inciso 17 del artículo 75 de la Constitución Nacional vigente. Porque, y no debe ser dejado de lado por los hermeneutas técnico-puristas que, desde el escritorio de un estudio que remata en el fondo con bien parecidos tomos de Doctrina y de Jurisprudencia, emiten sus juicios académicos, las cláusulas constitucionales se aplican –o deberían aplicarse– en determinado cuerpo social caracterizado, a su vez, por este y no otro modo de ser o idiosincrasia. Lo cierto es que los (i)responsables de la Convención constituyente de 1994 le sirvieron el mejor bocado en el plato a los indigenistas para batir el parche o el kultrung, hacer sonar la trutruka, sacudir las wadas, golpear la püfilika, soplar en el kull-kull y cuanto instrumentos musicales hayan existido y quieran inventar y sembrar –o mal sembrar–, así, la discordia con espíritu dialéctico sobre un asunto como el indígena que, con las limitaciones propias de la condición humana, había sido razonablemente resuelto en el siglo XIX con sentido común y patriotismo por gobernantes como don Juan Manuel de Rosas o el Gral. Julio Argentino Roca, quienes, no obstante sus singularidades personales y opciones concretas, eran empiristas políticos y no ideólogos.
¡Mil perdones! Me animé a criticar ese texto cuasi-sagrado que es la Constitución Nacional. Los jueces de la Inquisición laica me buscarán para que, aplicando el tormento de lecturas interminables y soporíferas de los tratados constitucionales, vuelva sobre mis pasos, me arrepienta y haga rectificación pública de mis dichos.
Fuera de broma, y daría para muchas otras notas, los problemas actuales que obramos o padecemos los argentinos responden, en buena medida, no solamente a la aplicación sino, sobre todo, a cierta matriz del texto constitucional, le guste o no a los “puristas” del derecho. El de la “cuestión indígena” es otro capítulo mal resuelto desde 1983 a la fecha.