Por Jorge Martínez Barrera para Revista Argentina (Tercera Época)
Los griegos descubrieron algo único y destinado a forjar la cultura política de Occidente: nada menos que la posibilidad de instaurar una convivencia política fundada en la fuerza de la palabra y no en la violencia muda de los tiranos.
El poder de la palabra está en su capacidad de persuasión respecto de lo que es preciso hacer como comunidad política. Platón sugiere incluso que en las leyes promulgadas haya un preámbulo explicativo de por qué son sancionadas. La palabra lo es todo y de ella depende la buena convivencia política. Tan precioso es este instrumento que se necesitan dos sólidas protecciones contra su ruina, que acarrea la ruina de la comunidad.
Una de ellas, nos dice Aristóteles en la Política, es que el legislador habrá de preocuparse por desterrar el lenguaje sucio, pues a la despreocupación por las palabras sigue el descuido de las acciones.
La otra protección es la parrhesía, esto es, la posibilidad de decirlo todo. El ciudadano tiene que poder decirlo todo sin temor al escarnio público ni, obviamente, al castigo de los poderosos.
¿Y cómo andamos por casa? Respecto del lenguaje sucio, no vale la pena extenderse. El uso indiscriminado de palabrotas en el discurso público es el preámbulo de las acciones indefendibles. Y en cuanto a la posibilidad de decirlo todo, la estamos perdiendo a una velocidad pasmosa. La vulgata kirchnerista se impone como una cuestión de fe a la que han de someterse creyentes y no creyentes. Esta liturgia de símbolos obscenos y actos violentos es lo opuesto a la parrhesía. Nadie puede contradecir una coma del evangelio kirchnerista sin que sobre él caigan los anatemas de la nueva autoridad religiosa y su feligresía. El dogma de la infalibilidad reside en la Jefa, y ella está eximida de sostener el nuevo credo con razones. Por eso resulta algo paradójico que siendo la máxima autoridad de un Congreso, que es el lugar donde se dialoga y se acuerda, ella se estime por encima de todo eso. Un Congreso o un Parlamento, es la instancia donde los ciudadanos o sus representantes pueden (y deben), precisamente, hablar en total libertad con las solas restricciones del decoro verbal y la coherencia argumentativa. Se trata por cierto de restricciones que no limitan, sino que expanden la libertad de expresión. Es un asunto de persuasión, de convencer al otro, de logomaquias en donde los buenos oradores generalmente pueden respaldar sus discursos en vidas personales intachables. Pero cuando la más importante de las instituciones políticas está presidida por alguien que no está dispuesto al diálogo, sino que exige sumisión total a su voluntad iluminada e infalible, a su carisma de ordinariez injuriosa, la república asume el rostro de la tiranía.
Era de manual entonces que el reciente intento de magnicidio -magnicidio en cuanto a la institución, parvicidio en cuanto a la catadura ética de la persona- se traduciría en una caza de brujas de la cual quedan excluidos, cómo no, los mismos responsables de su seguridad. ¿Y qué podían hacer éstos si ella misma propicia y alienta las manifestaciones masivas frente a su casa importándole muy poco la tranquilidad y seguridad de sus vecinos? Pero no, la culpa de todo recae en quienes, desde la prensa independiente, se atreven a cuestionar sus acciones y sus palabras, sus omisiones y sus silencios, tanto como sus complicidades indefendibles.
Esta prensa insumisa que funge como auxiliar de la historia es tal vez su principal adversario (enemigo, diría ella). Ese periodismo independiente (medios hegemónicos los llama ella) tiene ante sí una grave responsabilidad que cumple de manera impecable ejerciendo su derecho a la parrhesía, a la libertad de palabra. Por ahora los buenos periodistas, que en Argentina afortunadamente los hay y no solamente en los “medios hegemónicos”, parecen ser el único refugio de la República contra la nueva barbarie, es decir, contra eso que Aristóteles tanto reprochaba a los persas: el desprecio por la palabra y la opción por el despotismo.