Cuando el discurso mediático “hace justicia”

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Por Luis María Bandieri para La Prensa

Antes de conocerse la decisión en la causa por el homicidio de Fernando Báez Sosa, en este diario Horacio M. Lynch calificó acertadamente de “circo” la exigencia mediática de “justicia” -equiparada a prisión perpetua para todos los imputados- expuesta en despliegue insólito de un asfixiante y continuo machacar en las pantallas. Es el momento de proseguir aquellas oportunas reflexiones, aunque suenen a contracorriente del curso dominante. 

 No me he de referir al fallo en sí, sino a las consecuencias que ese bien llamado `circo mediático’ puede operar sobre los principios básicos del proceso penal. Y más profundamente, sobre cómo se manifiesta el Derecho frente a la sociedad.

 Lo medios -y soberanamente la televisión- aparentan haber reflejado lo que pasó en un juicio acerca de un homicidio ocurrido tres años atrás, trayendo las peripecias en sus imágenes y poniendo al alcance del gran público las cuestiones técnicas mediante el auxilio del tropeles de expertos: abogados, forenses, psiquiatras, etc. El lenguaje mediático reflejaba así, y volvía comprensible, el lenguaje judicial. `Pero no hay tal cosa’. Hay que tener en cuenta las diferencias e interferencias entre el discurso mediático y el discurso judicial.

PALABRA DESTITUIDA

 El Derecho se establece en la cultura de la argumentación, verbal, conceptual, dialógica, retórica, de argumentación y persuasiónEl discurso mediático televisivo se asienta en la cultura de la evidencia: “una imagen vale más que mil palabras”. La televisión, aunque parezca admitir el carácter dialógico y retórico de la comunicación (siempre afirma estar en `diálogo’ con el televidente y aspira a la interactividad con éste), en puridad, proclama la `evidencia’ universal e incontrastable de la imagen, es decir, de `su` construcción de lo real. La palabra, aunque transita continuamente por la pantalla, queda destituida de su capacidad de persuasión retórica. Así se produce la desvirtuación del discurso judicial por el discurso televisivo: el primero no puede darle al segundo lo que éste exige, invitándolo así a la suplantación, en el sentido literal de este término (= ocupar con malas artes el lugar de otro). Mientras el componente de la televisión y sus derivados es hipermoderno, su ideología clandestina, su `videología’ resulta, en cambio, superprimitiva.

“El medio es el mensaje”, decía el famoso enunciado de McLuhan, es decir, el mensaje adquiere autonomía y la mediatización sustituye al mensaje mismo. Pero esa mediatización no es irrelevante, neutral u objetiva, sino que expresa una pulsión emocional en un horizonte de trivialidad simplificadora. Otra vez: no hay lugar para el logos; sólo hay sitio para la irrupción del pathos.

 La `videología’ resulta así a-lógica y patética. Es una ideología que se ignora a sí misma, porque está implícita en la imagen, siendo invisible al ojo desnudo, porque escapa a toda discusión y porque se toma por la realidad misma. Enfrentada a la versión en bruto de los crímenes, investigaciones y diligencias judiciales, donde la `evidencia’ de la imagen juega como la `prueba de Dios’, al igual que en las viejas ordalías, salta entre los extremos de la invitación al linchamiento entusiasta o al perdón laxante. La televisación de los casos judiciales ha removido, en el fondo pulsional de la muchedumbre, una tendencia a la venganza por mano propia o a la condena de por vida. La diosa Televisión convoca a las Furias, las desmelenadas Erinias griegas, tales como eran antes de que fuesen puestas en cintura dentro del orden la ciudad, según cuenta Esquilo en Las Euménides. Pero, ¿quién lee hoy a Esquilo?

 En el registro binario de lo patético, de la venganza en un caso suele saltarse al perdón en otro. Porque a la pulsión vengativa sucede la lástima. La víctima y el victimario aparecen afectados por el mismo martirio -la sociedad culpable, las circunstancias desafortunadas, etc.

VIDEOLOGIA

 A esta altura se puede advertir cómo la `videología’ alógica y patética produce una desintegración simbólica del universo del Derecho y la administración de justicia. La videoesfera tiene su vector en la imagen en crudo, que imposibilita el reconocimiento simbólico. Para que éste se produzca, es necesaria la intervención de otro vector: la palabra en diálogo argumental. Aquí, el orden de los vectores altera el producto. 

 El orden correcto de los vectores se da en el proceso judicial, que no tiene por objeto conocer la verdad de los hechos, sino su fijación formal, a fin de lograr una composición justa del conflicto subyacente, dando a cada uno lo suyo en lo disputado. La `verdad’ de un fallo, en todo caso, es una verdad individual y pasajera, una verdad que vale sólo una vez. No se obtiene de allí una `evidencia’, racional o empírica, verificable como única conclusión posible del caso por cualquiera que reconstruya dicha operación. El proceso, esto es, el “debido proceso”, que es violencia domesticada por el rito, requiere ante todo una igualdad de oportunidades en igualdad de condiciones para todas las partes intervinientes. Es lo que se conoce como imprescindible `igualdad de armas’.

Ahora bien, esta igualdad de armas sólo puede darse en el espacio y tiempo propios del tribunal, fuera de las cámaras (la filmación oficial sólo puede servir de soporte para recursos posteriores, no para beneficio de la teleaudiencia virtual prácticamente en cadena nacional), de la violencia verbal y del tumulto callejero. Su auditorio en el recinto deben ser las partes, sus abogados, la comunidad jurídica interesada en el fallo y, a través de ellos, la sociedad civil, el `auditorio universal’.

 Ahora -y el caso Báez Sosa es ejemplo extremo de lo que viene de mucho tiempo atrás- el único auditorio del discurso judicial en vivo es la teleaudiencia virtual, mediatizada por los comunicadores y su séquito de expertos. Los jueces se ven muchas veces compelidos a moverse, expresarse y decidir en función de ese auditorio, que es el único control que verdaderamente temen. Frente a él, la imparcialidad del oficio suele ser solapada por el imperio de la presión mediática. La abogacía, a su vez, desplazada de su tradicional función mediatizadora del discurso judicial para su trasmisión al auditorio de las partes y sus allegados, también se ha transformado salvajemente en la misma dirección que el mundo judicial. Los abogados, respondiendo a la incitación proveniente del medio tribunalicio, montan su acusación o su defensa ante la cámaras y toman a la teleaudiencia como jurado virtual de la criminalidad del acusado o de la inocencia de su cliente.  Desde luego, la víctima del delito y sus deudos requieren el cuidado, auxilio y reparación del daño inferido, así como su intervención a título particular en el proceso. Pero el papel preponderante en la acusación corresponde al ministerio público fiscal, “en defensa de la legalidad y de los intereses generales de la sociedad” (art. 120 CN), sin perjuicio de la intervención del querellante particular. En el caso Báez Sosa hemos visto, en todo su transcurso, una inversión total de estos roles, hasta el punto de que la madre de la víctima pudo cerrar con las llamadas `últimas palabras’, que según el procedimiento corresponden sólo a los imputados, inmediatamente antes de que el defensor comenzara su alegato, en donde esta asimetría quedó señalada.

 Para asegurar el debido proceso con `igualdad de armas’ sería necesario que una vez que un caso cae en la órbita judicial quede cerrada toda discusión mediática a su respecto, impedir a las partes y los testigos realizar declaraciones sobre el juicio durante su desarrollo, que la información a su respecto sea en diferido y nunca en vivo sobre lo ocurrido en la sala de audiencias y resguardos similares. 

 Esto exigiría como marco, además, que los órganos republicanos y representativos retomen y renueven su dimensión simbólica, el sentido del Estado, la dignidad de la función, la virtud cívica como sostén de la vida en común y deber de todos los ciudadanos. Como alguien nacido en la primera mitad del siglo pasado y con otro medio siglo a cuestas de ejercicio de la abogacía, creo que estos requisitos imprescindibles del ejercicio decoroso y pleno del juzgamiento en la agencia judicial están aún lejos de concretarse. Pero hay que esperar, aun contra la esperanza.