La “Canonización Poética” de Fray Mamerto Esquiú (III)

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Por Atilio Álvarez para Revista Argentina (Tercera Época)

V.- Esquiú en los Romances de Río Seco

Cuatro décadas más tarde el joven poeta cordobés prologado por Lascano Colodrero en 1894 y auspiciado por Romagosa en 1896 ya era el poeta por antonomasia de la república, y el presidente fundador de la Sociedad Argentina de Escritores. Leopoldo Lugones había cultivado todos los géneros literarios, recorrido todas las latitudes políticas y pasado por momentos espirituales muy diversos, todavía hoy motivo de polémicas.

Su poesía acompaña los cambios personales, y el heredero de Darío terminará escribiendo en romances nítidos y llanos, en las formas populares derivadas de hemistiquios de los versos del cantar de clerecía que el nicaragüense agradecía a Berceo. Y, fundamentalmente, dedicando su arte a la realidad concreta de la Patria: “A las cosas de mi tierra, tal como son las divulgo; No saboreará el pastel quien se quede en el repulgo[1]

El poeta, aún en sus contradicciones había anhelado siempre aquello que “Abre en la libertad de su belleza, ojos mejores para ver la patria[2]

Es lugar común señalar el Discurso de Ayacucho, pronunciado en Lima el 9 de diciembre de 1924, como un punto de inflexión en el pensamiento de Lugones. Puede haberlo sido en lo político, y puede también haber sido reflejo de los acontecimientos europeos de post guerra, en especial los de Italia[3]. Pero nada es instantáneo en el devenir de las actitudes de un hombre.

Quizá debamos remontar la transformación, en lo personal y estético, a las famosas conferencias de 1913 en el Teatro Odeón, que dieron origen a la obra “El Payador”, de 1916, en cuyo prólogo campea una de las manifestaciones más elevadas del autor: “Las coplas de mi gaucho, no me han impedido traducir a Homero y comentarlo ante el público cuya aprobación en ambos casos demuestra una cultura ciertamente superior. Y esta flexibilidad sí que es cosa bien argentina”

Y con certeza debemos remitirnos a “Poemas Solariegos” editado en 1927, que marca un cambio en la proyección de temas, lugares y personajes durante la última década de vida en la obra del autor.

“En la villa de María del Río Seco,

al pie del cerro del Romero, nací.

Y esto es cuanto diré de mí,

porque no soy más que un eco

del canto natal que traigo aquí”

Ya tenía su título el último romancero de Leopoldo Lugones. Sus personajes locales ya habían sido adelantados en el criollo y arquetípico capataz don Juan Rojas[4], en el turco vendedor de “cosa linda barata” y en Pascual el hombre orquesta italiano, de la Basilicata, que se quedó en el pueblo, y fue padre de un diputado.

Y había decidido Lugones una geografía real para sus romances, que se centran en el norte cordobés, pero también en Santiago del Estero[5] y hasta en San Luis[6] y en el camino real a Buenos Aires, recorrido de ida y vuelta, posta a posta, por los dos mocetones que vienen a comprar peinetas para sus prometidas en una tienda de la Recova, en mayo de 1810, sin enterarse de nada de lo que pasaba allí[7]

Entre los personajes de los Romances del Río Seco, a más del Padre Juan Correa, el del episodio con el obispo, van a aparecer otros sacerdotes, valientes, aunque no siempre ejemplares.

Así el vicario de la iglesia matriz de Santa Fe, que se opone a que expongan allí la cabeza de Pancho Ramírez contra la voluntad de Estanislao López[8] o el dominico que a ocultas la entierra en sagrado.[9]

O aquel cura de San Francisco, en el año X, que con el alcalde juntaba la feligresía para la fiesta de la Transfiguración del 6 de agosto bajo apercibimiento de multa[10], cuando un traidor entregó a una partida de dragones porteños al Dr. Victorino Rodríguez, primer profesor de Institutas de la Universidad de Córdoba, para ser fusilado veinte días después, pasando la posta surera de Cabeza de Tigre. Pero al mismo tiempo y en esa ocasión el cura de Villa de María intentó, con riesgo de vida, ocultar al Obispo Orellana, salvando así el honor del pueblo, dice Lugones con respeto y admiración [11]:

“Ahora han de saber Ustedes

que hubo un varón de conciencia,

que el crédito nos salvó  

con su noble consecuencia

Fue este el cura del Río Seco,

que el mismo día fatal,

se portó con el obispo

como valiente y leal”   

Tenemos por un lado al cura que mandaba tapar la cueva de la Salamanca, por si acaso[12] O también aquel apreciado párroco de Renca, en San Luis,  que propiciaba la generosidad de la limosna a dar al humilde ciego del milagro que ha dejado su signo en el altar de la capilla del pueblo :

“Pues – dijera el cura Roque

capaz como no hubo dos-

la mano del pordiosero

nos trae la gracia de Dios” [13]   

Pareciera que, en sus romances centrados en la nostalgia del pago natal, Lugones fuera perfilando en varios religiosos las virtudes que confluyen en Esquiú: el celo por la dignidad de la casa de Dios, la obra de misericordia de enterrar a los muertos, la lealtad y la piedad traducida en la generosidad de la limosna, que el beato ejerció en Córdoba en amplísimo grado: “Así, al ocupar la sede, dispuso con mano abierta, que todo el ajuar de precio en la limosna se invierta” [14]

Le agrega el poeta la clemencia del perdón, magistralmente pintada en un solo octosílabo final de “Los tahúres”. En este romance, dedicado a Mario José Sáenz, ministro de Roque Sáenz Peña y decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, coloca Lugones como protagonista a otro cura de pueblo, valeroso y de criollas costumbres, pero atrapado por el vicio del juego, que aún no se llamaba ludopatía.

El cura trampeaba, amparándose en su condición sacerdotal: “y es que cuando le iba yendo – mal del todo en la jugada – solía apagarles la vela – y alzarse con la parada” “nadie a tocarlo se osaba – por temor al sacrilegio”. La cuestión cambió cuando llegaron cuatro forasteros, amigos del juez de paz, “que diz que iban de elementos – a votar en Salavina”. El jefe era de temer:

“Era ese un tal Pancho Aldaba,

gaucho de reputación,

que gritaba todavía

“¡Viva la Federación!”

Varones que no tuvieron,

Como se solía decir,

ni el cuero para negocio,

ni el pecho para gemir” [15]

El párroco, trenzado en nocturna partida de naipes con los visitantes, “no pudo al fin con su maña” “le dio un zurdazo al candil y echó mano a los morlacos”

Al día siguiente, a la salida de misa de domingo, se dio el encuentro fatal: el cura en su mula parda, enarbolando el pesado talero, y los cuatro forasteros a caballo, facones en mano. Para emular la teatralidad de la escena lugoniana, golpe a golpe, solo podemos recordar la pelea de Don Quijote con el vizcaíno, o la soledad de Martín Fierro ante la partida.

Lo cierto es que el sacerdote volteó a dos, pero quedó desfigurado “pues Pancho Aldaba de un tajo- le cruzó la cara al sesgo”

Fue el triste ocaso del cura jugador, que salvó la vida a patas de su mula, pero no pudo mantener el ejercicio sacerdotal,

Porque al dejarlo lisiado

y de esa forma patente,

la misa tuvo el obispo

que quitarle justamente”[16]  

De pago en pago se ocultó el desdichado, hasta refugiarse oficiando como maestro de grado en Tarija. Ya anciano, tironeado por sus pagos y por sus recuerdos, volvió al Río Seco:

“Dicen que al fin de sus días,

volvió del Alto Perú,

y para que en paz muriera

lo perdonó el padre Esquiú”[17]

Y en este verso final, incidental si se quiere, lo tenemos a Fray Mamerto ya como obispo, ejerciendo su misericordia para con el viejo y compungido sacerdote suspendido “a divinis”, que volvía de la hermosa Tarija, que también había sido refugio de nuestro beato.

V.- “El Obispo” de Leopoldo Lugones.

Brilla este romance, entre los del Río Seco, no solo por la referencia al recuerdo personal del autor cuando niño -que en otros de los temas no se ha dado pues dependen todos del saber popular, “que encierra todo el saber” en palabras de Manuel Machado-, sino por la profundidad y el delicado tratamiento del aspecto humano y religioso de la figura ejemplar de Esquiú.

Me atrevo a colegir que este romance, junto con “El Señor de Renca”, proyectados en siguientes obras, podrían haber augurado una serie de poemas sobre la religiosidad popular argentina. Nunca lo sabremos, porque la trágica muerte del autor truncó la obra en un momento de profundo cambio estético y de contenidos.

Lugones dedica su romance “El Obispo” a Ubaldo Benzi, nacido en San Miguel de Tucumán en 1877, de familia italiana y justamente profesor de ese idioma en el Colegio Nacional, miembro del equipo de la Revista de Letras y Ciencias Sociales editada en esa ciudad entre 1904 y 1907 bajo dirección del poeta modernista boliviano Ricardo Jaimes Freyre, que fue con Darío y Lugones el trío base del movimiento innovador a principios de siglo.

Un simple romance, de trescientos ocho versos pareados asonantes, organizados en cuartetas, en sencillo lenguaje popular, describe en plenitud no solo el ánimo misionero del obispo, sino también su humildad puesta de manifiesto en una simple anécdota que el mismo Esquiú ni siquiera registró en su Diario de Recuerdos.

Lugones combina, con fructífera licencia poética, el episodio de la estación de San Pedro de Guasayán, de enero de 1880, que hemos señalado anteriormente; con las misiones del ya obispo Esquiú por todo el interior de su diócesis, que realizó desde fines de 1881 hasta su muerte en el curso de una de ellas, el 10 de enero de 1883.

Sigamos el decir del romance y comencemos por las visitas pastorales. Decía Fray Mamerto en carta a Fray Víctor Rizzerio Molina[18], fechada en Quilino en febrero de 1882: “…como el primer año de episcopado fue de ciudad, atado como con cadenas con las cuestiones del Cabildo Eclesiástico, el segundo se ha inaugurado con la vida de campesino que espero llevarla hasta la muerte”

Y vaya si lo cumplió. En pleno enero de 1882, soportando calores, visitó y predicó en la antigua parroquia de Nuestra Señora del Rosario en la Villa del Valle de Tulumba.

Capilla de Nuestra Señora del Rosario en Villa Tulumba, Provincia de Córdoba

De allí pasó a la Villa de María del Río Seco, donde residió una semana en casa de la familia Lugones, hoy museo.

Leopoldo Lugones, entonces un niño de 8 años recordará al tiempo de escribir el romance: “cuando alcancé a conocerlo ya no estilaba sino la plática popular, que reducía al blandor de las muchedumbres aquellas almas montaraces” (“La Nación”, 10 de enero de 1937). Notoria transformación en el orador sagrado, de excelso estilo clásico que compararon con Bossuet. El mismo cambio quizás que estaba viviendo el autor de los Romances. O como lo ocurrido con los últimos sermones de Santo Tomás en dialecto napolitano.

El 1º de febrero de 1882 volvió a Tulumba, donde predicó y administró sacramentos sin descanso. Imparable, y siempre en pleno verano, hizo una misión en la incipiente comunidad de Estación Avellaneda del ramal a Deán Funes del Ferrocarril Central Norte, entonces la línea férrea más extensa del país, cuya administración había tomado el Estado Nacional desde 1876, en presidencia del prócer tucumano que admiraba a Esquiú.

Desde allí viajó nuevamente a la antigua villa de Quilino, departamento de Ischilín, para volver a Córdoba en febrero[19]

Regresó al norte para confirmar a más de mil feligreses y predicar una misión en la parroquia de Tulumba. Tenía además como objetivo bendecir la piedra fundamental del nuevo templo de Nuestra Señora del Rosario, que se concluirá diez años después, y que fue conocido como la catedral del norte.

En marzo retornó a Quilino, en Ischilín, y a San José de la Dormida en el departamento de Tulumba, entonces pujante villa donde también bendijo el actual templo, para volver a presidir las celebraciones de Semana Santa, la última de su vida, en la capital cordobesa.

Entre el 23 y el 25 de abril de 1882 el obispo Esquiú volvió a Río IV, para recibir allí al internuncio del Papa León XIII en Brasil, Ms. Mario Monceni, que volvía de Chile, y acompañarlo en tren del FC Andino, primera línea estatal nacional, hasta Villa María. De allí regresó a Córdoba

En mayo, el día 9, se encontraba en Fraile Muerto, ya bautizada Bell Ville por Sarmiento, y de allí viajó a Colonia Tortugas en el linde con Santa Fe y más al sur a Cruz Alta, el lugar de los fusilamientos de 1810. Siguió hasta San José de la Esquina, Saladillo en el cauce terminal del Rio Cuarto y todo el sureste cordobés.

En junio, desde Fraile Muerto, regresó a Córdoba un solo día, y volvió al sur en mensajería para visitar La Carlota durante doce días, lo cual marca las preferencias de su marcada estrategia pastoral por la campaña.

Viajaba acompañado por los misioneros jesuitas padres Félix Dalmau y Luis Feliú, y el dominico Gabriel Aramburu, a más de su secretario familiar, el joven sacerdote Juan Carlos Borques, ya nombrado.

El mes de julio lo llevó obligadamente a la Capital Federal, para una grave entrevista con el presidente Roca y su nuevo Ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública Eduardo Wilde, masón y anticlerical que había desplazado al católico Manuel Pizarro. El poder de Wilde era máximo, no solo por su amistad con Roca, desde adolescentes en el Colegio del Uruguay, sino por la escandalosa relación del presidente, consentida con algo de perversión, con la esposa del ministro, Guillermina Oliveira Cézar.

La tormenta liberal, prohijada y acunada en las logias, comenzaba a cernirse sobre los católicos argentinos.

Retornó directamente a Bell Ville y desde allí a Villanueva, siguiendo al este a El Florentino, cerca de La Tigra, Los Terceranos, en San Justo, Ballesteros, Sacanta, Villa de la Concepción de El Tío y un pequeño pueblo llamado Arroyito. Fue en mensajería a Rosario para tomar el F.C. Central Argentino que lo llevó a Córdoba. En Los Terceranos, curato de San Justo, se alojó, según su mismo Diario, en casa de “un piadoso vecino llamado Lucindo Paredes”, donde armó su altar portátil y predicó.

Para conocer el tiempo y el ambiente en que vivió Esquiú, entre aquellas “almas montaraces”, que menciona Lugones, señalemos que Paredes, voluntarioso hacendado convertido en proveedor de carne para las cuadrillas que construían el ferrocarril de Sunchales a La Banda, y caudillo político local, quedó enredado una década después en las luchas políticas que rodearon a las revoluciones radicales de 1893.

Instalado en la incipiente colonia de Ceres, un grupo policial y de partidarios oficialistas asesinó a balazos a su hijo Lucindo Nieves de apenas 17 años, el 3 de octubre de 1893. De niño el muchacho debía haber sido bendecido por Fray Mamerto cuando estuvo en la estancia de la familia en Los Terceranos. El padre juró venganza y ese mismo día redujo a los ocho matones, los “juzgó” frente al cuerpo de su hijo en el cuarto del velorio mismo y los ajustició de a dos en las afueras. Días después un destacamento de ejército, al mando de un Mayor de apellido Pérez, llegó al poblado, cometió feroces atropellos innombrables y comenzó a fusilar partidarios de Paredes, sin juicio alguno.

El R.P. Luis Molinari, capellán de la colonia, increpó al militar por los fusilamientos sin siquiera permitir auxilios espirituales a las víctimas, y avisada la intervención federal, que ejercía el Dr. Baldomero Llerena, comentador del Código Civil, su joven ministro de Gobierno, Dr. Julio Botet, luego Procurador General de la Nación, ordenó por telegrama interrumpir la masacre ya iniciada.

La luctuosa anécdota, digna de un cuento de Borges, enseña que la historia oficial oculta las convulsiones del interior del país, bajo un decorado de “Paz y Administración” como lema del fin de siglo de la hegemonía roquista. Nos muestra además la abierta dicotomía entre figuras políticas cultísimas, propias de sala de profesores universitarios y de elegantes reuniones de sociedad, y la realidad brutal que se vivía en pueblos, obrajes y haciendas rurales. También de algún modo era lo que reinaba en los arrabales de las ciudades, donde las rebeliones criollas de antes del Ochenta dejarían paso a sangrientas revoluciones armadas y al accionar anarquista y su dura represión.

En ese marco de violencia ejercían su apostolado Esquiú, Brochero, los curas de los pueblos y de los ingenios, los misioneros salesianos de la Patagonia, los seguidores del padre Federico Grote o tantos otros religiosos. Tenían que estar dispuestos a interceder por la libertad o la vida de un apresado, o porque se les permitiera dar cristiana sepultura a un cuerpo torturado, degollado o fusilado. Y a veces ni eso obtenían.

Después de esta digresión, acompañemos al beato Esquiú en el último trimestre de su vida. En octubre de 1882 hizo en Córdoba, como uno más de los sacerdotes, sus postreros ejercicios espirituales de San Ignacio, destinados al clero diocesano.

De inmediato, salió para otra gira apostólica por Villa del Rosario, el Tránsito, Puesto de Peralta, Sacanta, Corral de Mulas y estancia el Nazareno, por el este cordobés. Parecía consumido por el celo misionero.

Quizás intuía el final. El 20 de noviembre de 1882 le escribía al Reverendo Padre José Facundo Segura, vicario de Catamarca: “…tengo la esperanza de que Ud. ha de tener que encomendar el alma de su pobre amigo; yo camino a grandes pasos a la muerte”.

¿Alguna dolencia oculta? ¿cansancio vital? ¿o un deseo inconmensurable de eternidad? Lo cierto que, mes y medio antes de la muerte, la esperaba, con la tranquilidad de un alma pura. 

Tuvo que viajar a Bell Ville por los problemas creados a causa de la laicización del cementerio, punto elegido por las logias para atacar al catolicismo. Luego vendrían los registros civiles, la ley de matrimonio y la de educación, siguiendo un programa ya ensayado en la República Francesa.

Pasó su última Navidad en Córdoba, celebrando en San Francisco y en la Catedral, la Misa de Gallo y la de Aurora. El 28 de diciembre salió para La Rioja, con R.P. Pedro Anglada como secretario. Lo convocaba también un duro enfrentamiento entre el vicario R.P. José Francisco Cuestas y el joven gobernador Francisco Vicente Bustos, también por el tema del cementerio de la ciudad. El obispo Esquiú, hábil negociador, había conseguido que, invitado a bendecir el nuevo enterratorio como padrino de la obra, se comprometieran a dejar por ley bajo jurisdicción eclesiástica los sepulcros de los católicos, o sea casi todos en una pequeña ciudad que solo tenía unos 5000 habitantes.

El cura Cuestas consideró una traición ese acuerdo, que lo dejaba localmente mal parado frente a los poderosos Bustos, y dirigió una durísima carta al obispo. Llama la atención esta diatriba, que junto con la decisión de sus cofrades separarlo del colegio de Propaganda Fidei de Tarija en 1876, por haber emprendido el viaje a Roma y Tierra Santa, fueron los únicos ataques que recibió el Beato.

Esquiú bendijo el cementerio el 4 de enero de 1883 y luego inició su último viaje en mensajería hacia su Catamarca natal, porque quería empalmar y tomar el tren en estación Recreo, rumbo de regreso a Córdoba.

Los caminos de La Rioja a Catamarca son aún hoy travesías bajo el sol rajante, aunque la nueva ruta acorte las distancias. En aquel tiempo eran como el que había recorrido la tropa sedienta del Cnel. Varela, hacia el sur, cantando aquello de “¡Viva Dios, viva la Virgen, viva la estrella de guía! ¡Viva Felipe Varela y toda su infantería!” entre otras loas a Nuestra Señora de los Federales de Tilimuqui, a quien aquel jefe le ofrendó las charreteras de coronel de la Confederación Argentina. Solazo y sed

El lunes 8 de enero, después de celebrar misa en la iglesia de San Francisco, y beber una taza de café que le dio el padre guardián del convento, Fray Zenón Bustos y Ferreyra, luego obispo de Córdoba entre 1905 y 1925, partió con la canícula -las temperaturas de día en pleno verano suelen superar los 40º-, para llegar y hacer noche en la posta del Estanquito, pequeña localidad que sigue extiendo en el norte de La Rioja.

El martes 9, a la caída del sol, el Obispo se sintió mal y pararon para hacer noche al raso, en cama improvisada. Siguieron el miércoles 10 hacia la catamarqueña Posta del Suncho. Allí, a las tres de la tarde, la hora de nona en que murió Jesús, lo esperaba su cita con la Gloria

Fray Mamerto Esquiú falleció en su tierra natal catamarqueña, recorriendo su diócesis y llevando, como buen pastor, Paz y Bien al rebaño que se le había encomendado.

Así lo pinta Leopoldo Lugones, al abrir el romance, que transitará con los vividos colores de su airosa pluma y la magnífica sonoridad criolla en la palabra:

“Ese Fray Mamerto Esquiú,

nuestro obispo diocesano,

volvía de unas misiones

tierra adentro por el llano.

Por el llano y por la sierra,

donde la gente rural

mucho tiempo había pasado

sin visita pastoral” [20]

De entrada, no más y sin ambages, el Poeta llama Santo a Fray Mamerto Esquiú, como lo había hecho Rubén Darío en 1896.

En 1937, año de redacción del romance, la causa canónica ya estaba comenzada desde hacía una década, tras la iniciativa en 1921, en el Congreso rioplatense de terciarios franciscanos, los fallidos intentos de incoarla en Catamarca y Tucumán, y la iniciación oficial en el Obispado de Córdoba recién en 1926, en sede vacante por la muerte de Monseñor Bustos y Ferreyra en abril del año anterior.

“Bien haya el santo piadoso

-santo digo y no lo enmiendo-

que tal fama, desde entonces,

 mereció aquel reverendo.” [21]

La descripción física de Fray Mamerto, coincidente con las fotografías que existen de él, se entrecruza en cuatro versos con la mención a la vida de penitencia del franciscano. A ello suma el autor la certificación del conocimiento directo que Lugones niño había tenido del beato:

“Era de presencia airosa,

 a pesar del sacrificio

con que alegre soportaba

trabajo, ayuno y cilicio.

Y esto que paso a contarles

lo sé porque se alojó

en casa de mis mayores

cuando al Río Seco llegó” [22]

También es parco el autor, aunque con el poder de las palabras justas, cuando relata el efecto de las pláticas vespertinas en la plazuela de su pueblo, pues la iglesia, que aún se erige con su planta de aquel tiempo, con su virgencita, “la Cautiva”[23], sobre la pared izquierda, no admitía tanta gente.

“¡Qué gentío… viese Ud.!

No acabo si lo detallo

Había hasta gauchos esquivos

Que escuchaban de a caballo.

Allá se ablandaba el duro

Y se reducía el vil.

Más de una infeliz lloraba

Con el guachito al cuadril”[24]

Culmina la descripción y alabanza que formula Lugones en la primera parte del romance, con la procedencia provincial del santo obispo y la referencia infaltable a la Virgen del Valle:

“Era hijo de Catamarca,

no es justo que esto se calle,

pues Nuestra Señora y él

son las glorias de aquel valle”[25]

En la segunda parte del romance, Lugones describe el episodio ocurrido en la estación de tren, que como dijimos se dio en San Pedro de Guasayán en enero de 1880, cuando estaba postulado al obispado de Córdoba.

Esa localidad es santiagueña, pero en el mismo linde con Catamarca, como Frías. Desde su estación del Ferrocarril Central Norte, estatal prolongación de trocha métrica, partían las mensajerías para todas las capitales pues entonces se estaba todavía ampliando el ramal de Frías a Santiago del Estero, y el de Recreo a Chumbicha. para acercar la línea a Catamarca y La Rioja.

El relato del episodio, que como se dijo no registra Esquiú en su Diario, lo hizo el Fray Luis Córdoba[26], primer vice postulador de la causa de beatificación, en su obra “El Padre Esquiú. Vida, virtudes, fama de santidad, milagros”, editada en Córdoba en 1926. De allí debe haber tomado la anécdota Lugones, aunque existía una tradición oral que pudo haber sido fuente de ambos, lo que explica las disimilitudes.

El Poeta, con licencia de su arte, no menciona la estación ferroviaria santiagueña, dejando entrever una proximidad con Río Seco, imposible porque el tren pasaba muy al Este, dejando a Tulumba y Rio Seco muy de lado. Y también ubica el hecho en tiempo de las misiones cordobesas de Fray Mamerto, regresando de ellas, y no un par de años antes, yendo a Catamarca, como verdaderamente ocurrió.

“De regreso, como dije,

cuando va a tomar el tren,

en la estación ha ocurrido 

lo que ahora sabrán también”[27]

El gesto de servicio y el ejemplo de humildad es el mismo.

Con dominio teatral, Lugones coloca en el escenario primero a Fray Mamerto, caminando solo por el andén, en oración o meditación, mientras sus acompañantes “almuerzan en la cantina”.

Vestía su simple y humilde hábito franciscano, que llevaba desde los cinco años. Sabido es la resistencia de Esquiú a revestirse de boato. En su consagración como obispo, en el templo de San Francisco, apenas terminada la ceremonia se había quitado el roquete, prenda que es signo de jurisdicción episcopal, y se lo había puesto a un joven acólito, diciéndole: “Aquí estará en mejor destino”. Se trataba de José María Bottaro, futuro arzobispo de Buenos Aires en 1926, quien nunca olvidó ese gesto.  

Vestía entonces, y se comportaba, como un hermano lego, pues hasta la cruz pectoral de obispo llevaba dentro del hábito, contra el corazón, pero sin ostentarla.

Así las cosas, llega el segundo personaje de la historia, que merece ser contado en primer lugar entre los curas que Lugones nombra y describe en los Romances del Río Seco, al punto de ser el único que hace hablar en primera persona.

Es don Juan Correa, cura gaucho si los hay, quien viene de la Capilla de Sitón, pequeño poblado del departamento de Totoral, en el linde con Tulumba. Una capellanía rural, con un templo de importancia, en los llanos que van hacia Mar Chiquita.

“Cuando, cata ahí que, de prisa,

llega un clérigo muy listo

en una mula alazana

 que de andar es por lo visto.

Bajo su gacho arribeño,

en la ancha cara de suela,

le saltan los ojos verdes

 entre lacras de viruela” [28]

El cura criollo desea encontrarse y conocer a Esquiú, la viajar en el mismo tren, esperando que alguien se lo presente. Del llano vino montado en su mula alazana

“No tiene sino esa mula

que de andar sacó en persona

pues una viuda, por misas,

se la cambió redomona”[29]

Trae de único equipaje tres alforjas muy repletas, bordadas en vivos colores, que acomoda contra un pilar, y al ver caminando por el andén a quien por el hábito cree que es un lego franciscano se dirige a él con toda cortesía pero desconociendo a Esquiú:

“Hermano, por vida suya

-le dice de muy buen modo-

repáreme las alforjas

mientras voy por acomodo”

“Vaya señor, sin cuidado,

el obispo le replica.

Pronto vuelve, ya de a pie,

y a instalarse se dedica”[30]

Don Juan Correa, no satisfecho con el favor de cuidarle las maletas, y admirado del espíritu servicial, le pide campechanamente al “lego” que se las alcance al vagón del tren donde ya había subido:

“Hermano, -vuelve a decirle,

 con las alforjas bromeando-

alcáncemelas, no tema,

que no pasan contrabando”

Allá las carga el obispo

sin impaciencia ni asombro.

Con lo pesadas que están,

tiene que echarlas al hombro [31]

… y un simple Dios se lo pague

le retribuye la changa” 

Sale el tren y don Juan consigue que le presenten a Fray Mamerto en su simple hábito franciscano. ¡Cuál sería su sorpresa cuando reconoce en el nuevo Obispo al fraile lego que tuvo de changarín en el andén!  Pide perdón, avergonzado.

Fray Luis Córdoba transcribe la respuesta de Esquiú en prosa llana: “No hay necesidad de perdón donde no hay ofensa; al contrario, soy yo quien debe agradecerle que me haya brindado el placer de prestarle un servicio”[32]

Lugones la colocará en cuartetas sublimes:

“Ahí se arrodilla, implorando

perdón para su torpeza.

El santo varón le puso

una mano en la cabeza.

No hay de qué, hermano, responde

con tono suave y profundo.

Para ayudarnos estamos

los hombres en este mundo”[33]

Y ya pasando con efecto vivencial a un recuerdo en primera persona, Lugones termina el relato y el romance. Y con él nosotros esta evocación.

“Así pudo, decía el cura,

contemplar un ser sublime,

y en su sencillez, patente,

la gracia que nos redime.

Iluminado por ella,

 aunque era un paisano rudo,

los ojos se le nublaron,

la lengua se le hizo nudo  

Y agachando la cabeza

como ante un santo de altar

´No supe amigo´-concluía-

´más que echarme a lagrimear´”[34]

Que esa emoción nos embargue a todos, y que fray Mamerto, orador y misionero, ejemplo de obispo en tiempos que no eran fáciles, tenga el culto de dulía de la canonización que esperamos.


[1] L. Lugones. Romances del Río Seco, 1938, “El reo”, versos 81/84.

[2] L. Lugones. Odas Seculares, 1910, “A los Andes”, final.

[3] Militarismo aparte, hay una firme frase en el Discurso de Ayacucho: “La vida completa se define por cuatro verbos de acción: amar, combatir, mandar, enseñar. Pero observad que los tres primeros son otras tantas expresiones de conquista y de fuerza. La vida misma es un estado de fuerza”. Esto puede ser señalado como el núcleo del pensamiento lugoniano, con mucho de Nietzsche y algo de sus epígonos políticos que prefirieron el más crudo y limitado “Credere, Obbedire, Combattere”.

[4] “Aquel mentado Juan Rojas, hombre de mucha experiencia”, que reaparece en el romance de la Yegua Bruja, que cierra con “todos su juicio apreciaban- porque era un hombre cabal”

[5] L. Lugones. Romances del Río Seco, 1938, “Historia de la Delfina”, “El cacique Zarco”.

[6] Ídem., “El Señor de Renca”

[7] Ídem., “El regalo”

[8] Ídem., “La cabeza de Ramírez”, versos 121/125

[9] Ibídem, versos 129/132

[10] Ídem., “La entrega”, versos 25 y ss.

[11] Ibídem, versos 269/276

[12] Ídem., 1938, “La Viuda”, verso 89

[13] Ídem., “El Señor de Renca”, versos 89/92

[14] Ídem, “El Obispo” versos 13/16.

[15] L. Lugones. Romances del Río Seco, 1938, “Los tahúres”, versos 121/124 y 133/136.

[16] Ibídem, 377/380

[17] Ibídem, 396/400

[18] Franciscano catamarqueño, Vicario de la diócesis de Cuyo que sostuvo duro conflicto con el clan liberal de los Villanueva en Mendoza y fue encarcelado por estos en 1868. Avellaneda lo nombró capellán del ejército en 1880. No eran liberales los amigos de Esquiú

[19] Cf. Calvimonte, Luis Quiterio. “Las misiones de Esquiú en los curatos de Tulumba, Ischilín y Río Seco”, Córdoba, Editorial Trejo, 2001

[20] L. Lugones. Romances del Río Seco, 1938, “El Obispo”, versos 1/8.

[21] Ibídem, versos 21/24

[22] Ibídem, versos 53/60

[23] Que merece otro de los más hermosos Romances del Rio Seco, “El rescate”

[24] Ibídem, versos 89/96. Refiere al hijo de madre sola, y al modo de llevarlo enancado sobre la cadera

[25] Ibídem, versos 113/116

[26] Fray Luis Córdoba, nacido en Ancasti en 1877 y fallecido en su convento de Catamarca en 1966, a los 89 años y 66 de sacerdote, fue el gran propulsor, a veces olvidado, de la beatificación de Esquiú

[27] L. Lugones. Romances del Río Seco, 1938, “El Obispo”, versos 117/120.

[28] Ibídem, versos 137/145.

[29] Ibídem, versos 197/200.

[30] Ibídem, versos 225/236.

[31] Ibídem, versos 241/248.

[32] Fray Luis Córdoba. “El Padre Esquiú. Vida, virtudes, fama de santidad, milagros”, 1926, pág. 222.

[33] Ibídem, versos 289/296.

[34] Ibídem, versos 297/308.