Por Enrique García-Máiquez para Diario de Cádiz
Hispanoamérica, canto de vida y esperanza es un documental extraordinario desde todos los puntos de vista (y de oído (y de pensamiento)). El título está todavía más afinado de lo que ya sugiere su referencia al grandioso libro de Rubén Darío.
Es realidad, lo que el título convoca es a la Hispanoamérica viva y esperanzadora que protagoniza la película. Para empezar, nos muestra hasta qué extremos de vitalidad desbordante la leyenda negra no ha ahogado la historia común y el legado hispánico que recorren el continente de sur a norte y de la Mar Océana a los Mares del Sur. En eso, la película de José Luis López-Linares es un canto, y no sólo por el papel de hilo conductor que tiene la música, sino por la alegría desbordada de celebrarnos a nosotros mismos tan vivos y coleantes. Los zapateos se acompasan con los latidos del corazón del espectador y viceversa, pasando por la peruana caja flamenca.
También es esperanzadora, porque la película es política y actual. En un mundo de bloques civilizatorios, sostiene una tesis: la hispanidad es una civilización con músculo propio y posibilidades crecientes. Podría decir “esta boca es mía” en el concierto internacional.
¿Complacencia? La justa y menos de la necesaria. Reconoce errores históricos –ay, la expulsión de los jesuitas– y, sobre todo exige actitudes diferentes. Hay que concentrarse en lo común: la fe, la lengua y la sangre. La película insiste, más que nada, en la sangre.
Si no sabemos de dónde venimos, tenemos un problema para ir a cualquier parte. La hispanidad cristaliza en el mestizaje, o sea, en la raza cósmica, que diría Vasconcelos, y eso no fue un albur o una consecuencia de la fogosidad propia del español, sino un proyecto asumido por la Corona y la Iglesia, cimentado en la dignidad común de mujeres y hombres. Si el hidalgo es el que se sabe hijo de algo, de alguien, y actúa en consecuencia; el hispanoamericano es y debe ser un hidalgo al cuadrado, un hidambos, hijo de ambos hemisferios. No reconocerse indígena y español u olvidar que, como dijo Octavio Paz, lo Cortés no quita lo Cuauhtémoc conlleva una ruptura interior incapacitante y empobrecedora.
La película encarna todos esos mensajes con una factura bellísima, mestiza, con un barroquismo que resulta a la vez exuberante y sutil, con una espiritualidad sin complejos ni amaneramientos. Un espectáculo para la vista, el oído, el pensamiento… y la acción política.