La posición religiosa de Nicolás Avellaneda

Un drama realista con visos de suspenso y candente actualidad
26 septiembre, 2024

Por Horacio Sánchez de Loria Parodi para Revista Argentina (Tercera Época)

Nicolás Avellaneda (1837-1885) fue ministro de Justicia e Instrucción Pública en el gobierno de Sarmiento y ejerció la presidencia de la nación entre 1874 y 1880. En 1881 fue nombrado rector de la Universidad de Buenos Aires y dos años después fue electo senador nacional por Tucumán, su provincia natal.

En 1883 Sarmiento se mofaba de su  religiosidad[1], y años después Paul Groussac lo llamó neocatólico, a raíz del giro que el tucumano había experimentado en la década del ochenta, en el marco del despliegue de la Kulturkampf desatada durante el gobierno de Julio Argentino Roca.

La tensión entre su formación liberal y su práctica política, y sus creencias religiosas, estuvo siempre a flor de piel.

En 1860 Avellaneda había criticado severamente la obra El principio religioso como elemento político, social y doméstico de Facundo Zuviría. Le molestaba que la religión saliese del ámbito de la conciencia privada.

Once años después, sin embargo y siendo ministro, señaló en la Universidad de Córdoba que la inteligencia debía asociarse con lo divino, y en 1878 con motivo del pésame por la muerte de Pio IX, se declaró explícitamente católico.

Un año antes había escrito En el álbum de un presbiterio: «busquemos al Cristo, redentor del mundo y salvador de las almas. Hace veinte siglos que dejó su sepulcro de piedra y las mujeres del Evangelio lo buscaron inútilmente en la mansión de los muertos. Busquémoslos nosotros hasta hallarlo. Necesitamos hoy como nunca la palabra del Cristo Salvador, tendamos la vista. Hay por todas partes pueblos muertos como Lázaro, y millares de hombres pueden ser representados por el paralítico del Evangelio»[2].

También, comentando Vie de Jesús de Ernst Renán, había dicho que mucho más bello y más grande que el Cristo-Hombre al que se refería ese libro, era el Cristo Hombre y Dios, viviendo con el rostro cubierto por el sudor, y resucitando como Dios, «tal como lo adoramos en la tradición y los altares»[3].

¿Fue en verdad católico Avellaneda? se preguntaba Cayetano Bruno[4] al relatar el incendio que sufrió el Colegio del Salvador de Buenos Aires y parte de la Curia Metropolitana en 1875.

Él condenó aquél atropello desatado por la masonería a raíz de la vuelta de los jesuitas a la Iglesia de San Ignacio.

Como presidente de la nación, era un huésped de las autoridades provinciales que controlaban la seguridad en la ciudad todavía no federalizada.

El periódico América del Sur le recordó las ambigüedades que exhibía en varias declaraciones públicas; por ejemplo acerca de Adolphe Thiers, «uno de mis santos».

En efecto, decía la hoja católica «en la inauguración de la Exposición Industrial por redondear una frase nos dejó el señor Avellaneda sin Providencia que velase sobre los pueblos». En efecto, Avellaneda había dicho que «los pueblos no pueden hallar medios de salvación fuera de sí mismos, ni invocar otra Providencia, sino su propia acción inteligente y reparadora, aplicada a sus destinos». En el mismo periódico, con la firma de Un amigo del Dr. Avellaneda trató de justificar aquéllos dichos en el sentido de que se referían exclusivamente al ámbito económico, señalando que los pueblos que no trabajan no son ayudados por Dios [5]. Con motivo de los funerales de Thiers «el retórico presidente ha usurpado las funciones del Pontífice, inscribiendo al ilustre estadista en el catálogo de los santos».

Y le recomendaba, «saldría ganancioso si definiera con claridad en el sentido católico las creencias que ha dejado entrever en algunos de sus hermosos escritos»[6].

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Durante la presidencia de Avellaneda, el congreso nacional argentino fue la caja de resonancia de los enfrentamientos, tibios comparados con los de diez años después, entre laicistas y católicos, que se centraron en ese momento fundamentalmente en cuestiones económicas y fiscales.

La llegada de Roca al gobierno (1880-1886), cambió el panorama. Se creía llegado el momento de modernizar definitivamente el país. La religión pasó de ser un elemento de cohesión y de control social, a ser percibida como un obstáculo para el debido aggiornamento.

Mientras se ocupase de los problemas domésticos era bienvenida. Servía de ayuda frente a la fragmentación política y social posrevolucionaria, contribuyendo a eliminar las conductas bárbaras, que los liberales adjudicaban a los habitantes de las llanuras y desiertos rioplatenses, a fin de transformarlos en personas laboriosas, adaptadas al nuevo orden burgués.

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La creación del Consejo Nacional de Educación en enero de 1881, presidido por Sarmiento, la convocatoria a un primer congreso pedagógico nacional, inaugurado en abril de 1882, y el posterior debate parlamentario sobre una nueva ley de educación común, marcaron el inicio de las confrontaciones más notorias.

Además se produjo un cambio en el gabinete: el ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública Manuel Pizarro fue reemplazado por Eduardo Wilde, un notorio laicista, amigo del presidente Roca.

El dictamen final del congreso, rechazado por los católicos de ambas orillas del Plata que se retiraron de las sesiones, excluía a la religión como materia formativa y la reemplazaba por una asignatura denominada moral, que se debía dar exclusivamente por un ministro del cuto, fuera del horario de clase.

El nuevo ministro Wilde dijo esa sería la base de la nueva ley de educación que el Estado promovería. 

Las cartas estaban echadas; los militantes católicos que hasta ese entonces actuaban inorgánicamente, decidieron unir fuerzas.

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En abril de 1883 se formó en Buenos Aires la Asociación Católica sobre la base del Club Católico fundado por Félix Frías en 1877.

La agrupación, liderada por José Manuel Estrada, se fue extendiendo paulatinamente por todo el territorio.

José Manuel Estrada

 

Fundaron una serie de periódicos, La Unión de Buenos Aires, El Porvenir en Córdoba, El Argentino de Paraná, La Esperanza, en Salta o El Creyente de Catamarca, entre otros, de distribución minoritaria comparada con las hegemónicas páginas liberales.

El abanico de sus preocupaciones fue amplio; todos ellos quedaron expuestos en el primer congreso realizado en agosto de 1884 en Buenos Aires.

Allí se decidió armar una agrupación que participase en las elecciones nacionales, provinciales y municipales. Entre 1884 y 1890 La Unión Católica entró en la liza electoral, con escaso éxito, pero fue el cauce para llegaran al congreso algunos representantes como José Manuel Estrada, Pedro Goyena, entre otros.  

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En 1884 se sancionó la ley 1420 destinada a los colegios oficiales o como diríamos hoy de gestión estatal (primarios), con las características que había anticipado Wilde.

El debate fue intenso y dejó traslucir el clima que se vivía y el alcance que se le daba a la nueva legislación.

El diputado Tristán Achával Rodríguez dijo que la escuela primaria debía ser la continuación del hogar. «No es la escuela primaria una institución de enseñanza elemental (…). Ella educa e instruye a la vez, en ella se complementa la educación moral, la obra comenzada en el hogar a la vez que se inicia la instrucción, y disciplina intelectual que continúa en la escuela superior»[7].

«La enseñanza de la signatura religiosa dada por un padre o por el párroco, fuera de las horas de la escuela después de una lección sobre historia o física o cualquier otra materia dada por el maestro sin religión, no será más que una lucha abierta, una manifiesta contradicción que tendrá peligros positivos para el niño», advirtió Achával Rodríguez.

El ministro Wilde reconoció que el proyecto oficial respondía al designio de acompañar el derrotero progresista. «Es deber del gobierno tomar parte en esta cuestión. Ella no pertenece exclusivamente a la República Argentina, no es de una nación determinada, es de la humanidad entera (…), el progreso tiene que verificarse forzosamente y el progreso está en todo»[8].

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Evidentemente estos acontecimientos impactaron en el espíritu de Avellaneda, y quizás también «las traiciones de la salud», lo acercaron más aun a la fe de sus inicios[9].

El Senado había rechazado el proyecto oficialista enviado por Diputados, pero éste último cuerpo insistió con el texto. Siendo senador Avellaneda publicó un folleto, Escuela sin religión, que despertó polvareda[10].

Estamos decía, «asaltados, divididos, apasionados por una cuestión religiosa, es decir, por una de esas cuestiones que afectan la conciencia de los hombres y que nunca debieran ser promovidas con el corazón ligero y con la sonrisa en los labios. Donde quiera que sobrevino una de estas cuestiones que perturban la paz religiosa de los pueblos, se recogieron desastres»[11].

El proyecto de ley era una copia de la norma belga de 1879 y la francesa de 1882

«El proyecto de ley que tantas controversias ocasiona no tiene raíz en nuestro suelo. Llega de otras regiones y es necesario restablecerlo en su verdadero origen»[12].

Avellaneda sostenía que la enseñanza religiosa no sólo no era contraria a la Constitución, sino que constituía un elemento imprescindible, dado que el Estado, conforme al artículo 2 de su texto, estaba obligado a sostener el culto, y además pertenecer a ella era una condición para acceder a la presidencia y vicepresidencia de la nación.

Con un criterio desiderativo, wishful thinking dirían los anglosajones, Avellaneda consideraba que la Constitución vigente tenía un carácter cristiano; y que eran los laicistas los que la violaban. 

Pero las cláusulas religiosas del texto constitucional eran evidentemente una concesión sociológica, en virtud de que el pueblo mayoritariamente era católico, y no se podía imponer una ley que prescindiese de ese fenómeno notorio. Ya llegaría el tiempo de su modificación.

Avellaneda dijo algo más: aludió a la filosofía positivista que la inspiraba. «Dejemos a Cristo en la escuela, está mejor allí que César. Cristo es el refugio inviolable de las conciencias que el hombre necesita al atravesar las pruebas de la vida. César sería la esclavitud del alma»[13].

A pesar de esa pública manifestación, los militantes católicos no confiaban en Avellaneda.

Ya sancionada la ley de educación laica en julio de 1884, José Manuel Estrada le decía a Apolinario Casabal.

«Vd. sabe que ni todo el clero, ni todo el episcopado está dispuesto a luchar. Por lo que toca a seglares el asunto es muy complicado. Los hay envueltos en las elucubraciones de la política liberal. Los hay enredados con Roca. Los hay comprometidos con Rocha. Los hay inclinados a los hábitos de la intriga. A mí no me sorprendería mucho que Avellaneda llegara a ser el candidato patrocinado por Roca para la presidencia»[14].

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En 1885, con el objetivo de tratar la nefritis que padecía, Avellaneda se embarcó hacia Francia. No pudo regresar vivo, murió el 25 de noviembre de aquél año en altamar. Aristóbulo del Valle, compañero de viaje, cumpliendo su deseo, amortajó su cuerpo con la bandera argentina. «Su esposa colocó entre las manos heladas y rígidas, cruzadas sobre el pecho, el pequeño crucifijo que siempre lo había acompañado»[15].


[1] Domingo F. Sarmiento, La escuela sin la religión de mi mujer, Buenos Aires, 1883. Avellaneda admiraba a Sarmiento desde siempre; lo había nombrado ministro del interior en 1879. Sarmiento a su vez lo había nombrado ministro de Justicia e Instrucción Pública.

[2] Nicolás Avellaneda, Escritos y discursos, Buenos Aires, tomo III, 1910, p. 77.

[3] Ibíd. , p. 31.

[4] Cayetano Bruno, Historia de la Iglesia en la Argentina, Tomo XI, Buenos Aires, Don Bosco, 1976, p. 107.

 

[6] Ibíd., pp. 105 y ss.

[7]  Diario de Sesiones…, 1883, pág. 618.

[8] Diario de Sesiones…, 1884, pág. 555.

[9] Carlos Páez de la Torre (h) Nicolás Avellaneda. Una biografía, Buenos Aires, Planeta, p. 386.

[10] En 1883, estando en funciones votó para que senadores fuese considerada como la cámara iniciadora del proyecto de ley, lo que favorecía su rechazo, pues la cámara revisora necesitaba dos tercios de sus miembros para insistir en su posición, conforme el antiguo artículo 68 de la Constitución de 1853. Al año siguiente, por razones salud debió pedir licencia, y por eso no participó en los debates finales en donde fue aprobada la norma.

[11] Nicolás Avellaneda, Escuela sin religión, Buenos Aires, 1883, p. 5.

[12] Ibíd., p. 18.

[13] Nicolás Avellaneda, Escuela…, p. 43.

[14] Hemos tratado estos temas en Horacio M. Sánchez de Loria, Apolinario Casabal, un jurista del ochenta. El derrotero del movimiento católico entre dos siglos, Buenos Aires, Quorum, 2013, p. 99.

[15] Belisario Montero, Nicolás Avellaneda…, p. 162.