El fin de los mensajes

Actualidad del pensamiento político-jurídico de José Manuel Estrada. Educación, Familia, Cultura y Política.
17 septiembre, 2021
Shakespeare, la perfomance. ¿Entre el Sainete y Pirandello?
20 septiembre, 2021

Por Ignacio di Tullio para La Prensa

La aplicación de mensajería WhatsApp ha desarrollado un botón que altera la velocidad de reproducción de los audios. Presionando sobre el mensaje se puede acelerar a 1,5x o a 2x, algo así como mover la palanca para pasar de segunda a cuarta y de allí saltar, a fondo, a quinta. 

Los mensajes de audio me recuerdan a los viejos contestadores automáticos, aquellos reproductores de cinta magnética, tan populares hacia fines de los ochenta. Se ubicaban a un lado del teléfono de línea, otro espécimen prácticamente extinto y su propietario tenía la opción de grabar un mensaje que se reproducía automáticamente cuando alguien llamaba. En ocasiones, quien llamaba lo hacía solo para deleitarse, para añorar un tono de voz o para rememorar la manera en la que un otro justificaba su ausencia. En 1935, el inventor alemán Willy Müller patentó un grabador de conversaciones telefónicas considerado el precursor de los contestadores automáticos: el telefonógrafo. El aparato apuntaba al mercado de los judíos ortodoxos que, debido a las restricciones religiosas del Shabbath, no podían atender el teléfono.

La era de los contestadores automáticos alteró algunas reglas de la conversación telefónica. Por ejemplo, se podía practicar un raro espionaje del otro lado de la línea y escuchar la progresión de un mensaje para finalmente decidir no atender. Muchas veces, de regreso del trabajo, mientras uno se sacaba el saco y se preparaba un trago, dejaba correr los mensajes –que saltaban del tono afectuoso de un familiar a la rigidez de un cobrador— hasta que una voz pronunciaba la frase: “Ése ha sido su último mensaje. Fin de los mensajes”. Los teléfonos celulares conservan esta función, pero como las llamadas telefónicas también van camino a extinguirse, ya casi nadie visita estas casillas. 

Como muchos de los dispositivos que marcaron las vidas de las personas a fines del siglo pasado, los contestadores automáticos estaban asociados a un momento puntual destinado a algo específico. WhatsApp, en cambio, nos ha convertido a todos precisamente en contestadores automáticos: sujetos de disponibilidad absoluta, obligados a responder siempre para no padecer el doble tick azul, esa condena posmoderna que a su vez WhatApp también “ha solucionado”, multiplicando así la histeria a niveles intolerables.  

Tanto los audios de WhatsApp como sus lejanos parientes telefónicos poseen una singularidad que los hermana. Quien graba un mensaje pronuncia un curioso y teatral soliloquio plagado de conjeturas (la mirada extraviada clavada en un punto fijo que remite a un espacio sin tiempo): una conversación con uno mismo que recuerda el tono con el que algunos locos van por la calle hablando solos. Y al igual que lo que sucede con éstos, uno no puede detenerse jamás a mirar fijo a quien deja un mensaje. Porque, aunque el mensajero esté desparramando infidencias en la fila de un banco a plena luz del día, aquél sentirá que su privacidad ha sido vulnerada.    

Más allá de su practicidad operativa, los mensajes de WhatsApp reproducidos a altas velocidades se llevan el tono natural de la voz, rebajándola al grotesco. Me da pudor confesarlo pero siento vergüenza de andar tirando cambios con la voz de la gente. Prefiero que las voces viajen despacio, en segunda, la marcha natural de toda prosodia. Temo que, al acelerar, acaso le esté robando a los mensajes su componente esencial: sus silencios.