Por Enrique García-Máiquez para El Debate
Los amigos que reúnen la doble bendición de ser escritores y jóvenes ya me han oído –hasta los límites de su paciencia– el mismo argumento motivador. A la maravilla de ser padres se une, en el caso de los escritores, la fascinación por asistir en primera fila al espectáculo de esas pequeñas inteligencias descubriendo el milagro del lenguaje. Unos niños aprendiendo a hablar son una fiesta inagotable y, para el escritor, una lección sin fin.
Ahora añado. Cuando los niños crecen, la fiesta no decae. Ya saben hablar, pero aún han de descubrir la vida. Mi hija de 13 años me está dando momentos de gloria. Entre ella y Shakespeare, esta vez.
Vimos en familia Mucho ruido y pocas nueces. Carmen quedó muy impresionada con la historia de Hero, a la que acusan falsamente, rompen el corazón y, fingiendo su muerte, termina rompiendo el corazón de sus acusadores imprudentes. ¡Tela! Le habíamos dicho que íbamos a ver una comedia de Shakespeare, así que ella no daba crédito. «¡Comedia!», se escandalizaba, incrédula, por el pasillo, al acostarse. «¡Comedia!», repetía al levantarse con voz de sarcasmo. Esta vez, contra mi querencia natural, si me dan a elegir, voy con William, lo siento.
Mi hija piensa que la aparición del dolor, del desengaño, de la muerte incluso, interfiere con la comedia. Que la felicidad tiene que ser continua y las risas encadenadas. Las comedias malas, en efecto, son así. Son un signo de este tiempo sin tempo, que lo quiere todo aquí y ahora.
Sin embargo, es esencial entender el sentido clásico de la comedia. Para la literatura y el cine, pero también para la vida propia. Comedia, lo dejó claro Dante, a pesar del Inferno y el Purgatorio, es lo que termina bien. Lo mismo, más y mejor, pasa en el Evangelio, como explica el padre Dwight Longenecker. La historia de Jesús es una comedia, una divina comedia, en el sentido antiguo de que su sufrimiento termina por las nubes (literalmente: en la Ascensión).
Esto, en España, nos viene muy bien. Espinosa de los Monteros gusta de repetir a modo de motto: «Al final todo acabará bien; y, si no acaba bien, es que no es el final». Si esto que nos pasa terminase bien –y en parte está en nuestras manos– sería una comedia. Jaime Gil de Biedma escribió unos versos muy tristes: «De todas las historias de la Historia/ la más triste sin duda es la de España,/ porque termina mal». Bueno, vamos a ver, le respondería yo, cómo termina. Todavía podemos encontrarnos con que es una comedia shakesperiana. «¡Tela!», diría mi hija. Pero así es: ya veremos o verán otros el final. Por ahora, mientras hay vida, hay, por tanto, bastantes posibilidades de que sea una buena comedia.
Qué lección de oro le ha dado Shakespeare a mi hija preadolescente. Petrarca también le valdría: «Un bel final tutta la vita onora», esto es, «un final hermoso glorifica una vida». O Sófocles que determinó que «nadie es feliz hasta el día de su muerte». Pero ellos se ponen demasiado tétricos. Shakespeare es más amoroso. Al final el bel final es una buena boda. Con todo, la enseñanza importante es que, si no hay nudo, el desenlace no desenreda o desenlaza nada y falta la emoción. Hay que enfrentarse a los problemas, a las asechanzas, al mal e, incluso, si nos ponemos un poco paganos, al Destino. Primero, porque qué remedio, si no. Pero después, porque son parte esencial de las mejores comedias. La gracia estriba en vencerlos con una sonrisa. La comedia para quien se la trabaja.