Ricardo Zorraquín Becú

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Por Eduardo Martiré para el Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho

Nota de los editores de Revista Argentina (Tercera Época): el texto que republicamos apareció, originalmente, en la web del Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho.

Conocí a Ricardo Zorraquín Becú no bien puse un pie en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Promediaba el año cincuenta y para ingresar aún subsistía la exigencia estatutaria de rendir un examen de ingreso, que en el curso siguiente se suprimió. Seríamos examinados en Introducción a la Filosofía, que dictaba Héctor Llambías; Historia Universal, en la que nos azotaría Jorge Villoldo, e Historia Argentina, a cuyo frente estaba Don Ricardo, por entonces un joven profesor que aún no había cumplido los cuarenta años y que impresionaba por su señorío y la consideración con que trataba a los estudiantes, que con nuestros escasos diez y ocho años, nos acercábamos, entre entusiasmos y sustos, a los estudios  superiores de Derecho. El imponente edificio de la Facultad, recientemente inaugurado sobre la Avenida Figueroa Alcorta, entre los elegantes jardines de la Plaza Francia y unos más o menos distantes basurales, contribuía a apabullarnos. Por entonces –luego lo supimos- el doctor Zorraquín Becú enseñaba también como profesor adjunto en la cátedra de Introducción al Derecho que dirigía Ricardo Levene, que comprendía la enseñanza de la Historia Externa del Derecho Argentino, en primer año.

  Recuerdo aquel primer examen ante la mirada bondadosa de Zorraquín Becú, titular del tribunal, y la fiereza del adjunto Míguez Górgolas. Luego de mi –sin duda- atropellada exposición sobre la organización judicial indiana, me preguntó el profesor adjunto con tono de fastidio: -“¿Cómo se llamaban los miembros de la Audiencia?, ¡no lo ha dicho aún!”- En mi nerviosa respuesta (¡yo apenas contaba diez y siete años y era mi primer examen universitario! -lo que significaba mi primer contacto con la Universidad, pues habitualmente no se asistía a clase-) se me complicaron las palabras (o las ideas) –“auditores”- respondí y escuché la carcajada del profesor adjunto y la sonrisa del titular. El doctor Zorraquín, que hasta entonces había escuchado en silencio mi bastante larga y apresurada exposición, vigilada atentamente por el adjunto, decidió intervenir. En medio de mi turbación oí decir a un Zorraquín entre divertido y complaciente con el imberbe de diez y siete años que tenía enfrente: -“Está muy bien, ha querido decir oidores. Suficiente, retírese señor”- Me escapé del aula bendiciéndolo.

  He contado esta anécdota, tan personal, porque creo que al cabo de haber estado junto a Ricardo Zorraquín Becú más de la mitad de mi vida (me incorporé al Instituto Levene que él dirigía hace alrededor de cuarenta años y nunca me separé del maestro), se muestra en ella tal cual fue nuestro querido Ricardo. Generoso, siempre pronto a auxiliar y sobre todo, lleno de una invulnerable bondad, a prueba de cualquier contingencia, por embarazosa que fuera.

  Reemplacé en 1962 a Sigfrido Radaelli en una de las jefaturas (así se llamaba el cargo: “Jefe de Cursos y Publicaciones”) del Instituto de Historia del Derecho Ricardo Levene que dirigía Zorraquín Becú desde la muerte del ilustre historiador del Derecho cuyo nombre llevaba el Instituto, que había comenzado a funcionar en 1937 y que Levene dirigió desde entonces. Se ocupó de proponer mi nombramiento otro gran maestro de mi vida intelectual, José M. Mariluz Urquijo, que había pertenecido largos años al Instituto bajo la dirección de Levene y que por entonces era profesor titular de Historia Económica en la Facultad de Ciencias Económicas, donde yo era uno de sus adjuntos. Víctor Tau Anzoátegui –de quien me hice gran amigo- ejercía por entonces la otra jefatura del Instituto (“Jefe de Investigaciones”).

  Desde entonces quedé vinculado a Zorraquín Becú hasta su muerte, ocurrida el año pasado [2000].

  Cuando me incorporé al Instituto, con escasos treinta años, y alguna experiencia docente y de investigación, ya tenía un mejor conocimiento de Ricardo Zorraquín Becú que el que tuve al hacer mis primeras armas en la Facultad. Sabía de sus trabajos, fundamentales para la materia, y me había aprovechado de su producción historiográfica; era pública su invariable línea de conducta, su vida ejemplar, generosamente volcada a la enseñanza y a la investigación, su acrisolada seriedad científica.

  Fue uno de mis maestros. Maestro, de una u otra forma, de todos cuantos estábamos vinculados al Instituto que él dirigía o a la cátedra, primero de Introducción al Derecho y después de 1966 de Historia del Derecho Argentino, cuando fue incorporada al plan de estudios aprobado cinco años atrás.

  El magisterio de Zorraquín Becú formaba parte de su personalidad generosa sin estridencias y de su respeto por quienes lo rodeábamos. Su enorme bagaje de conocimientos del pasado, su versación sobre la Historia del Derecho, su inmensa experiencia en la enseñanza y su erudición, estaban siempre a disposición de quien lo necesitase, sin retaceos, sin ambigüedades, sin reservas de ninguna naturaleza. Ejercía su magisterio de una manera singular, a veces casi imperceptible.

  En un intercambio coloquial muy característico de él, nos orientaba acerca de temas y bibliografía (que manejaba con gran soltura) sobre el tema que nos ocupaba. Al comunicarle nuestros inconvenientes o nuestros avances, Zorraquín se introducía en materia con largos comentarios y consejos sobre obras o temas vinculados, que nosotros reteníamos con la avidez del neófito. Era un conocedor certero de las colecciones documentales, argentinas y extranjeras, que sin duda alguna vez habían pasado por sus manos. Aunque no era un hombre de frecuentar archivos, manejaba las fuentes éditas y la más moderna bibliografía con precisión. No le importunaban ni nuestras preguntas -¡ahora las veo tán elementales!- ni nuestros juicios o comentarios contrarios a sus opiniones -¡a veces tán apresurados!- En otras ocasiones volcaba su magisterio con breves y siempre agudas observaciones sobre nuestra exposición o bien mediante la amable corrección de errores o interpretaciones que juzgaba exageradas o equivocadas. Siempre con una gran prudencia parecía que la corrección le molestase más a él que al corregido. Manejaba los silencios con una elocuencia digna del mejor discurso. El interlocutor sabría interpretarlos. Ponía a disposición de sus discípulos, de sus alumnos y de sus colegas todo su caudal intelectual, para ilustrar, enseñando con la modestia del que mucho sabe. Indicaba el camino correcto, dando por sentado que ya lo conocía el otro, y que tal vez lo había olvidado.

  No era de los que leían los trabajos de sus discípulos, más bien esperaba que se concretasen atendiendo a sus observaciones, para hacer conocer, una vez que hubiesen sido redactados, su opinión enriquecedora. Un magisterio amable y generoso.

  Era de esos maestros que ponen señales en las cosas para que otros, sus alumnos o discípulos, las reconozcan y las aprehendan. Enseñaba a pensar, que es la enseñanza más valiosa y la más difícil de lograr.

  Pero sobre todo enseñaba con su ejemplo, con su conducta de vida, con la seriedad de sus estudios, con la inteligencia de sus interpretaciones, con sus serenas reflexiones, con la modestia de su grandeza. Era de los maestros que sabían escuchar y se enriquecían junto a sus discípulos compartiendo o no sus juicios, pero animando siempre a continuar. Se entregaba a quienes lo rodeaban y era parte de sus vicisitudes, como si no hubiese diferencias entre unos y otros, ni de edad, ni de jerarquías, ni de conocimientos. Su casa, su biblioteca…, todo estaba a disposición de quien acudía a su magisterio, siempre y generosamente.

  Precisamente esa permanente disposición hacia los demás, esa vocación de servicio, le permitió formar un grupo sólido de colegas, discípulos y alumnos que fue invulnerable a contingencia de todo tipo y que lo siguió reverente hasta su muerte. Reconocer su magisterio, era aceptarlo con la facilidad con la que los buenos hijos aceptan el de sus mayores, porque a la consideración que mereció siempre su maestría se unía el convencimiento de que a Ricardo Zorraquín Becú sólo lo guiaba la hidalga ambición de lograr la excelencia del grupo que estaba formado por quienes eran en realidad -y así los sentía él- sus amigos.

  Un maestro que transitó la vida académica con la soltura y el señorío con la que pasó su larga vida, lejos de rencores o rivalidades empequeñecedoras. Hombre de fe, supo poner en obras sus convicciones más arraigadas y predicó con el ejemplo de una honradez intelectual y personal inigualable.

  Su magisterio lo ejerció en cada una de las sociedades científicas que dirigió. Yo lo conocí en la Academia Nacional de la Historia, en el Instituto Ricardo Levene, en éste que es su continuación, en el Instituto Internacional de Historia del Derecho Indiano. En esas funciones directrices dejó su impronta singular y un ejemplo digno de ser continuado.

  Estas pocas líneas son harto suficientes para trazar, aun a grandes rasgos, la personalidad del maestro. Me consuelo en la convicción de que siempre serán pocas para Ricardo Zorraquín Becú. Sirvan como mi modesto homenaje en este volumen dedicado a su memoria, del que no quiero estar ausente.