El Día de la Tradición

Por siempre mujer…
17 noviembre, 2021
Alfonso X el Sabio, el Rey español que quiso ser Emperador de Europa
24 noviembre, 2021

Por Juan Bautista Fos Medina para Iauna Caeli

El 10 de noviembre es una fecha que en la Argentina se celebra no sólo el nacimiento del escritor José Hernández —autor del célebre poema El gaucho Martín Fierro y La vuelta de Martín Fierro—, sino también el “Día de la Tradición”, en su homenaje.

Su nombre de pila era José Rafael y había nacido el 10 de noviembre de 1834, en los caseríos de Perdriel, en la chacra de su tío abuelo Juan Martín de Pueyrredón. Su abuelo paterno era José Gregorio Sánchez Plata, de Badajoz (Extremadura, España) y su abuelo materno el Teniente Coronel José Cipriano Andrés Pueyrredón Dogan, hermano del mencionado Juan Martín, destacado militar y político, justamente héroe –junto con doce compañeros- del conocido combate de Perdriel (actualmente, partido de San Martín, provincia de Buenos Aires).

Estudió en el Liceo de San Telmo y, en 1846, viajó con su familia al sur de la provincia de Buenos Aires, donde tomó contacto con la vida rural y con las costumbres del gaucho.

Por otra parte, las luchas políticas también caracterizaron su vida. En 1858, con 24 años y junto con varios opositores contra el gobierno de Alsina emigró a Paraná; participó en la Batalla de Cepeda y también en la de Pavón, del bando de Urquiza. Combatía así entre los federales, quienes tenían a sus adversarios –los unitarios- por extranjerizantes.

En aquellos momentos comenzó su labor periodística en el periódico Nacional Argentino, con una serie de artículos en los que condenaba el asesinato de Vicente Peñaloza. Luego, se publicaron en forma de libro, en 1863, con el título de Vida del Chacho.

Asimismo trabajó en los diarios El Litoral, El Argentino, El Eco de Corrientes, entre otros. Allí publicó artículos sobre las tensiones de su propio tiempo y referidos a la cuestión del gaucho, de la tierra, la política de fronteras y el indio.

Su interés por la cosa pública llevó a José Hernández a ser diputado provincial y, en 1880, ya como presidente de la Cámara de Diputados, fue un gran defensor del proyecto de federalización, por el cual Buenos Aires pasó a ser la capital del país. La ley de federalización de Buenos Aires fue votada también en aquella ocasión por mi cuarto abuelo, el Dr. Francisco Justo Almeyra Demaría.

En 1881 fue elegido senador provincial y logró mantenerse en el cargo hasta 1885, un año antes de su muerte, ocurrida el 21 de octubre de 1886, a la temprana edad de 51 años.

La celebración del “Día de la Tradición”, instaurada cada 10 de noviembre, se hizo oficial en 1939, cuando el Congreso aprobó la Ley nro. 4756, que tuvo por autores a Edgardo J. Míguenz y a Atilio Roncoroni, quienes recogieron el pedido de ciertos sectores tradicionalistas para homenajear y celebrar las tradiciones gauchas en la Provincia de Buenos Aires.

Sin embargo, “fue más tarde con la Ley Nacional nro. 21.154 de 1975, cuando ya de forma definitiva se consagró aquella fecha conmemorativa para todo el territorio argentino”[1].

Ahora bien, si vamos al concepto de “tradición”, etimológicamente quiere decir “transmisión”, es decir, entrega de algo a alguien en el tiempo; razón por la cual implica, como ha sostenido prístinamente el profesor Félix A. Lamas, la idea de una sucesión temporal.

Desde luego que cuando se piensa en la tradición como en un objeto socio-cultural, se quiere significar la transmisión de un patrimonio cultural que una generación hace a la siguiente; una transmisión no meramente mecánica, sino que supone el agregado que a dicho patrimonio le ha incorporado la generación transmisora. Así concebida, sostiene el Félix Lamas, la tradición es un proceso continuo y vivo. En este sentido, la “tradición” es “la transmisión de las adquisiciones intelectuales de los antecesores a los sucesores …, gracias a una especie de memoria colectiva, hereditaria …” (Eugenio D´Ors).

Historia y tradición son, pues, conceptos estrechamente vinculados. En su magnífico libro Ensayo sobre el orden social, Lamas aclara que mientras la historia es sólo el pasado, encadenado a una sucesión que de alguna manera se torna presente, la tradición es precisamente aquello que torna presente el acontecimiento pretérito; lo que confiere vida a la historia como parte condicionante de nuestro hoy. Ella es un principio operante, a la vez que un constitutivo concreto de una civilización, de una sociedad y de una nación. El lenguaje, con toda su riqueza expresiva y sus posibilidades en el orden del pensamiento; el orden del conocimiento, la sabiduría, la ciencia, la técnica; las costumbres sociales y todo aquello que torna posible o más llevadera la convivencia, incluida la organización social y política; las artes bellas, la educación y la cultura en general; todo ello, en su mayor medida, es fruto de un proceso tradicional al que cada uno o cada generación, le agrega algunas veces algo y otras, desgraciadamente resta.

Si con Aristóteles podemos decir que el hombre es un animal racional y gregario, entonces, de acuerdo a lo dicho, podemos decir también que  el hombre es un animal histórico y social (porque es racional) y, por tanto, un animal tradicional.

El contenido de la tradición está integrado por lo vital que en el pasado haya. “No significa, pues, la tradición una transmisión a secas de cuanto en lo ido aconteció, sino únicamente la entrega de aquello que poseyó fuerzas suficientes para influir en nuestro actual acontecerLa tradición incluye, además de la nota del vigor social, la de la valiosidad o bondad moral. Dicho en otras palabras, la tradición es verdadera, en tanto es acción humana y no un mero hecho, en cuanto lo transmitido es bueno a secas (bonum simpliciter): ‘La tradición, católicamente entendida, sólo contiene hechos humanos que, además de vigorosos, sean calificados como buenos con arreglo a la vara medidora de la ratio vel voluntas Dei.’”[2].

Es la tradición la que torna históricamente comunicable un patrimonio cultural; más aún, la constitución misma de ese patrimonio como el conjunto de lo que los hombres han realizado y pueda socialmente conservarse y continuarse, necesita como uno de sus principios eficientes la acción de la tradición. A tal punto que su mismo efecto, ese patrimonio constituido por sucesivas comunicaciones y transmisiones, recibe también el nombre de tradición. Ella es, pues, el núcleo histórico-vital de una civilización[3]

Por análogas razones, no puede haber educación sin tradición. Es más, la educación es formalmente un acto de tradición La educación está de manera inevitable en crisis y ella misma es vehículo de la crisis, y lo seguirá estando y siendo hasta tanto no se restaure el proceso tradicional dentro del cual ella es uno de sus momentos decisivos[4].

De lo dicho se desprende también que es falsa la acusación progresista según la cual la tradición significa una forma de inmovilismo cultural, social o político. No sólo la tradición no se opone al progreso sino que, por el contrario, ‘no existe progreso sin tradición, ni hay tradición sin progreso’. La idea de progreso supone un cierto mejoramiento, un cambio en la línea de la perfección de algo; es decir, implica, como la tradición, un proceso … El progreso cultural y moral, por lo tanto, supone un patrimonio vivo que se acrecienta o se mejora; supone, en otras palabras, la tradición. Y ésta, por sí misma, ya es progreso, en la medida en que es un proceso de acumulación de logros humanos en el tiempo.”[5].

En síntesis, como decía Vázquez de Mella: la tradición es el progreso hereditario.

Lamas aclara también que tradición no es conservadurismo, dado que «hoy hay poco bueno para conservar, pues todo, de una u otra forma, aparece contaminado por la corrupción. El conservador trata de inmovilizar lo inmovilizable: el curso del proceso revolucionario; les dice a los de avanzada: “se está bien así, es mejor que nos detengamos”». En el mismo sentido, Thibon también sostiene que la tradición no es fosilización ni conformismo[6].

También el profesor Lamas afirma que la tradición no es mera restauración del pasado sino “restauración de la legitimidad, pero no de formas ya agotadas. No es la pura reacción nostálgica de un pasado frente al cual no hay retorno. Es, por el contrario, pensamiento y acción fundacional de un orden, con raíces en la naturaleza, obediente a Dios, iluminado por la historia en la tarea de continuidad de lo valioso, pero capaz de arrasar los frutos del caos y la crisis, edificando con nuevo esplendor las murallas de esta patria terrena”[7].

La cultura occidental que nos ha transmitido la tradición se encuentra en crisis. Es una palabra que deriva de un verbo griego que en castellano significa separar, juzgar (sobre todo en sentido negativo) y condenar o también, podríamos decir que equivale a juicio condenatorio. Dicha crisis al afectar la cultura afecta al hombre occidental mismo.

Según Lamas hay un verdadero firmamento de valores que cumplen una función de guías, de puntos de referencia y de fines convocantes respecto de la vida humana, tanto individual cuanto social. Son fines objetivos independientes del arbitrio o del saber humanos. Su eficacia vital, empero, depende del conocimiento que de ellos se tenga … y de que conocidos sean queridos. Esos valores-fines constituyen el principio del orden humano pero, por su libre albedrío defectible, le es posible al hombre desordenarse. Por la ignorancia o el error dicho firmamento puede llegar a apagarse en la conciencia de la humanidad. Cuando ello ocurre, la vida humana, en todos sus planos, se desordena, se subvierte. Esa desordenación, esa quiebra del conjunto de puntos de referencia de la vida, ese apagamiento o hundimiento del firmamento de fines y valores, es la crisis. La crisis aparece como un cierto desenraizamiento de los vínculos existenciales que los hombres tienen con su familia, su región, su comunidad profesional o económica, su cultura o civilización, sus amigos y finalmente, con el mismo Dios, fuente de su ser y último destino de su vida[8]

Tal crisis tiene relación con la Revolución.

En este sentido, la Revolución se define como una ruptura de las formas o estructuras fundamentales de un sistema social, cultural, político, religioso, etc. Así la Reforma Protestante fue una revolución religiosa; el Humanismo renacentista, una revolución cultural, una revolución filosófica. La Revolución Americana, la Francesa y la Rusa, típicas revoluciones políticas, que a su vez, no podrían explicarse sin ese previo clima religioso, cultural y filosófico revolucionario. Es legítimo, pues, hablar como lo hace Christopher Dawson, de un Proceso de la Revolución Mundial, en donde liberalismo y marxismo y demás herejías sociales-políticas y religiosas son compañeras de ruta[9].

La palabra revolución, sostiene Lamas, es un alzamiento contra un orden, cualquiera sea (sentido lato), pero sobre todo es un alzamiento contra el Orden (sentido estricto), es decir, el orden que es propiamente tal, en la medida que encuentra su fundamento en la naturaleza y en la sabiduría ordenadora de Dios. Según Lamas, la “revolución” es una forma de “subversión” que tiene como raíz la rebelión contra el orden del ser, de la verdad y del bien, querido en su infinita sabiduría por Dios. En el fondo, en este punto se toca el misterio mismo del pecado y de la soberbia. Toda Revolución, propiamente dicha es la manifestación de un “non serviam” interior …”. De manera que “por ser la Revolución ruptura, alzamiento contra los principios existenciales del hombre, ella es la raíz de la crisis contemporánea[10].

Prosigue el mismo autor, a quien citamos profusamente de nuevo: “Dado el hecho del desorden, de la crisis y de la desorientación, fruto del opacamiento del destino y del desarraigo, la opción fundamental del Occidente Cristiano (o de lo que queda de él) se expresa en los siguientes términos: o continuar el proceso revolucionario, que signa su historia por lo menos desde el Renacimiento, o bien restaurar sus raíces tradicionales, en acuerdo con las exigencias de los tiempos nuevos. Es decir, la tarea parece ciclópea: la nueva instauración del orden de la verdad, la erección de las murallas temporales de la Ciudad de Dios, como síntesis armoniosa y pacífica de las dos patrias. Hay que optar, pues, con la totalidad de las fuerzas de la vida. Lo que no se puede, ya, es vivir sin destino, que es lo mismo que vivir sin ningún sentido. Hoy es tiempo de encrucijada. Y todo aquél que busque la verdad de la vida, llena de sentido por sus lazos con la realidad concreta y la integridad del ser en toda su riqueza finita e infinita, como único fundamento del valor, deberá buscar la superación de la crisis en la derrota de la Revolución, transitando los caminos de la Tradición[11].

El poeta español, Manuel Machado, en su verso Tradición, hace unas pinceladas maestras que, después de lo expuesto, seguramente se comprendan más profundamente:

“¡Ay del pueblo que olvida su pasado
y a ignorar su prosapia se condena!
¡Ay del que rompe la fatal cadena
que al ayer el mañana tiene atado!


¡Ay del que sueña comenzar la Historia
y, amigo de inauditas novedades,
desoye la lección de las edades
y renuncia al poder de la memoria!


¡Honra a los padres! ¡Goza de su herencia
gloriosa…! El sol es viejo, y cada día
joven renace y nuevo en su alborada…


Reniega de la vana seudociencia.
¡Vuelve a tu tradición, España mía!
¡Solo Dios hace mundos de la nada!”

Ahora pues, ¿Cuál fue el propósito de José Hernández al escribir el Martín Fierro? Él mismo nos lo dice: “Me he esforzado, sin presumir haberlo conseguido, en presentar un tipo que personificara el carácter de nuestros gauchos, concentrando el modo de ser, de sentir, de pensar y de expresarse que le es peculiar; dotándolo con todos los juegos de su imaginación llena de imágenes y colorido, con todos los arranques de su altivez, inmoderados hasta el crimen, y con todos los impulsos y arrebatos, hijos de una naturaleza que la educación no ha pulido y suavizado … mi objeto ha sido dibujar a grandes rasgos, aunque fielmente, sus costumbres, sus trabajos, sus hábitos de vida, su índole, sus vicios y sus virtudes; ese conjunto que constituye el cuadro de su fisonomía moral y los accidentes de su existencia llena de peligros, de inquietudes, de inseguridad, de aventuras y de agitaciones constantes. Y he deseado todo esto, empeñándome en imitar ese estilo abundante en metáforas, que el gaucho usa sin conocer y sin valorar, y su empleo constante de comparaciones tan extrañas como frecuentes; en copiar sus reflexiones con el sello de la originalidad que las distingue y el tinte sombrío de que jamás carecen, revelándose en ellas esa especie de filosofía propia, que sin estudiar, aprende en la misma naturaleza … en retratar, en fin, lo más fielmente que me fuera posible, con todas sus especialidades propias, ese tipo original de nuestras pampas …”[12].

José Hernández

Arribados hasta aquí, juntos con el Martín Fierro, podemos despuntar algunas ideas para un Programa de la tradición.

Es absolutamente necesario para recuperar nuestra tradición, la verdadera tradición, en primer lugar volver las espaldas al espíritu “inevitable” de innovación (al que Rafael Gambra en su obra El silencio de Dios, resumía con una pregunta “¿Por qué no?, a lo que respondía el filósofo roncalés: “Porque no) y dar la cara a Dios, a la trascendencia. Recobrar el sentido religioso de la vida y que éste traspase todo nuestro ser, todos los ámbitos vitales, todos los ambientes sociales. En ello es muy importante, rescatar el amor a la Iglesia como institución salvífica.

En el Martín Fierro, libro gauchesco por antonomasia, se hacen numerosas referencias a la tradición religiosa argentina e hispanoamericana. Se mencionan frecuentemente palabras cono Dios, Cristo, Jesús, cruz, cielo, Criador, almas, cristiano, artículo de Fe, rosario, escapulario, camándula, bendito, toque de oración, plegarias, credo, salves, trisagios, sermón, purgatorio, condenación, demonio, diablo, satanás, infierno, hereje, resucitado, diezmo, responso, corrección, faltas, buen hijo, Providencia, Majestá divina, invocación a los santos en general, y a santa Rita, santa Lucía, san Camilo, san Ramón en particular. Frases como “Dios nos asista”,  “Yo me lavo, dijo el Juez como Pilato, los pies”, “con el Jesús en la boca”, “Dios piadoso”, etc.

Y en la segunda parte del libro, al terminar dice: “Permítanmé descansar,/¡pues he trabajado tanto!/En este punto me planto/y a continuar me resisto,/éstos son treinta y tres cantos,/que es la mesma edá de Cristo”.

            Algunos de esos versos dicen:          

Su esperanza no la cifren                  

nunca en corazón alguno.                 

En el mayor infortunio                      

pongan su confianza en Dios,                      

de los hombres, sólo en uno,             

con gran precaución en dos.

De todas formas también hace hincapié en la confianza en uno mismo:

Para vencer un peligro,                     

salvar de cualquier abismo,               

por esperencia lo afirmo,                   

más que el sable y que la lanza                     

suele servir la confianza                   

que el hombre tiene en sí mismo.

En segundo lugar, un verdadero programa de la Tradición debe afianzar la vida familiar en el matrimonio sacramental, monogámico, entre hombre y mujer, estable hasta la muerte, generoso con la vida.  Ya se encuentra la familia en pleno proceso de descomposición, por ello la Revolución ha avanzado un paso más y ahora, a través de la ideología de género, va por el individuo para quebrarlo y destruir en él toda estabilidad y toda identidad.

            Así en el Martín Fierro encontramos este verso:

  Un padre que da consejos               

más que padre es un amigo.              

Ansí como tal les digo                      

que vivan con precaución.                

Naides sabe en qué rincón                

se oculta el que es su enemigo.

Asimismo, en el respeto al principio de autoridad, a las jerarquías, algo tan vigente durante el Antiguo Régimen y que se advierte en el Martín Fierro cuando Hernández se refiere al respeto a Dios y al del hijo por el padre, por ejemplo:

“Jamás puede hablar el hijo

con la autoridá del padre”.

O las diferencias naturales:

Dios hizo al blanco y al negro                      

sin declarar los mejores,                    

les mandó iguales dolores                 

bajo de una mesma cruz;                   

mas también hizo la luz                     

pa distinguir los colores.

   Ansí ninguno se agravie,                

no se trata de ofender;                      

a todo se ha de poner            

el nombre con que se llama,              

y a naides le quita fama                    

lo que recibió al nacer.

Así como el procurar la justicia, el orden, la unidad y el bien común (dos objetivos primordiales, por ejemplo, en la legislación indiana). Así en La Vuelta del Martín Fierro se escribe:

El que obedeciendo vive       

nunca tiene suerte blanda,                

mas con su soberbia agranda            

el rigor en que padece.                      

Obedezca el que obedece                 

y será bueno el que manda.

Mas Dios ha de permitir                   

que esto llegue a mejorar,                 

pero se ha de recordar,                      

para hacer bien el trabajo,                 

que el fuego pa calentar                    

debe ir siempre por abajo.

Los hermanos sean unidos,               

porque esa es la ley primera;             

tengan unión verdadera                    

en cualquier tiempo que sea,             

porque si entre ellos pelean               

los devoran los de ajuera.

Mas naides se crea ofendido            

pues a ninguno incomodo,                

y si canto de este modo                    

por encontrarlo oportuno                  

no es para mal de ninguno                

sino para bien de todos.

También se advierten en el Martín Fierro numerosas alusiones a la ley:

La ley se hace para todos                  

mas sólo al pobre le rige.

   La ley es tela de araña                   

en mi inorancia lo esplico,                 

no la tema el hombre rico,                 

nunca la tema el que mande,             

pues la ruempe el bicho grande                    

y sólo enrieda a los chicos.    

   Es la ley como la lluvia                  

nunca puede ser pareja,                     

el que la aguanta se queja.                

Pero el asunto es sencillo,                 

la ley es como el cuchillo      

no ofiende a quien lo maneja.

Es el derecho torcido de que habla William Shakespeare, por el cual se vuelve señor del débil, el violento.

En cuarto lugar, podríamos decir que para que la tradición viva, es decir se mantenga viva y sea una tradición viviente, lozana, en franco progreso vital, es preciso que retome el ser humano el contacto con la realidad, en medio de un mundo agresivamente virtual, sobre todo desde el confinamiento mundial que viene teniendo lugar desde marzo de 2020, pero que supone todo un proceso de incorporación tecnológica en el día a día que separa al hombre de la Creación y lo introduce en un ritmo vertiginoso y en un mundo de imágenes, ideas y fantasías que lo distraen de la contemplación y de la reflexión.

En el orden natural, nada más fuerte para ello que el contacto con la naturaleza que, las nuevas generaciones prácticamente han perdido. Es fundamental la vuelta a la tierra; por ello la Revolución ha incentivado la vida urbana en las grandes urbes (con el centralismo, la Revolución Industrial, la tecnocracia, la diversión en las ciudades macrocefálicas, la concentración poblacional). De ahí la migración del campo a la ciudad y los campos desolados (con máquinas) y las ciudades deshumanizadas (con gente amontonada pero no unida por lazos sociales y afectivos).

El fenómeno de la masificación y del hombre masa, del que escribió tanto Vallet de Goytisolo, está más vigente que nunca y es un signo de la crisis y de la pérdida del sentido tradicional de la vida.

Juan Berchmans Vallet de Goytisolo

Otro aspecto para no olvidar es el sentido comunitario que fue una característica típica de la Cristiandad y que se advertía en sus grandes instituciones, como en la Iglesia (donde sus miembros se salvan dentro de una sociedad mística); como en la monarquía (en la que el rey era el padre del pueblo y jefe de una gran familia); como en la familia, sociedad doméstica y como en la propiedad familiar, donde la familia era grande y donde la propiedad tenía un carácter comunitario, al punto que la propiedad era en los hechos de la familia y el titular un mero poseedor que pasaba mientras la familia permanecía en el suelo, en la propiedad ancestral, en el solar de sus mayores.

De ahí que Hernández diga en el Martín Fierro:

Es el pobre en su horfandá               

de la fortuna el desecho,                   

porque naides toma a pechos            

el defender a su raza.            

Debe el gaucho tener casa,               

escuela, iglesia y derechos.

Resulta, pues, de valor inestimable resguardar un patrimonio, sea material o cultural, máxime cuando ha sido transmitido por generaciones, lo que le otorga un carácter cuasi-sagrado, como ha dicho Gambra en la obra ya citada.

Por eso ha podido decir el poeta español José María Gabriel y Galán en su poesía El ama:

Yo aprendí en el hogar en qué se funda

la dicha más perfecta,

y para hacerla mía

quise yo ser como mi padre era

y busqué una mujer como mi madre

entre las hijas de mi hidalga tierra.

Y fui como mi padre, y fue mi esposa

viviente imagen de la madre muerta.

¡Un milagro de Dios, que ver me hizo

otra mujer como la santa aquella!

Compartían mis únicos amores

la amante compañera,

la patria idolatrada,

la casa solariega,

con la heredada historia,

con la heredada hacienda.

¡Qué buena era la esposa

y qué feraz mi tierra!

¡Qué alegre era mi casa

y qué sana mi hacienda,

y con qué solidez estaba unida

la tradición de la honradez a ellas!

De ahí la importancia del arraigo. El habitar humano tiene, además de un referente físico espacial, otros referentes que lo superan, enlazándose con lo social, con un marco cultural y con una vida espiritual propiamente humana. Es que el hombre habita con todo su ser, con toda su naturaleza compuesta de cuerpo y alma.

Por otra parte, hay un ligamen psíquico que une al hombre al suelo, como ha dicho Spengler.

Hasta el mismo Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros; descendió el Dios todopoderoso a la condición de ciudadano de Nazareth, habitando en un espacio pequeño, en un tiempo determinado y en el seno de una familia, de la Familia arquetípica. Allí vivió por treinta años, en su vida oculta, en su vida arraigada a sus vínculos vitales, a sus padres y al Padre Eterno. Es así que el hombre es un espíritu encarnado, y su dimensión universal –espiritual– se encuentra ligada a la singularidad del cuerpo. El hombre aspira naturalmente a la universalidad, al bien ilimitado, pero lo hace desde su particularidad. Esta relación debe ser armónica y su desequilibrio atenta contra el orden de perfeccionamiento de la persona humana. Por eso el arraigo tiene tres partes constitutivas: una espacial, una social y una cultural[13].

El arraigo espacial hace que el hombre desee afincarse localmente en un espacio, en un territorio, en una casa, que lo conforma y le da sentido de pertenencia, y supone un habitar como tenencia o participación del ser, es decir, hacer propio el entorno y proyectar la personalidad. Además, es un ser limitado y, por tanto, necesita muros y límites, los que el antiguo romano sabía valorar. Aún dentro una misma casa, co-habitada, existen espacios propios que salvaguardan la intimidad personal.

En segundo término, el arraigo también tiene una dimensión social, por su naturaleza, por lo que requiere relacionarse con otros hombres y formar parte de grupos sociales, lo que implicará una participación pasiva (acceso a bienes y servicios) y una participación activa (intervención en los asuntos de la comunidad local y de la sociedad global de pertenencia). Y finalmente, el hombre tiene necesariamente un arraigo cultural, comparte principios y normas vigentes en la comunidad de la que forma parte, participa de una cosmovisión, que puede aún criticar o ayudar a conformar y esto le ampara y fortifica10. En la vida local, expresa por la boca y la mano de los artistas el sentido de pertenencia a la tierra de los padres. El hombre así genera la poesía, el folclore y la cultura patrios. Este triple aspecto del arraigo, de alguna manera, es creciente de la realidad física a la espiritual, porque no habrá conciencia de patrimonio común sin la experiencia del afincamiento y de la vida local. Es que echar raíces en la tierra fija el hombre al suelo y al entorno y evita que se convierta en nómade, en beduino o golondrina, como parece haberse convertido el hombre moderno, víctima de la masificación[14].

El arraigo se manifiesta en la voluntad de estar vinculado al espacio geográfico que lo alberga –su hábitat– y a la fuente generacional que le dio origen (antepasados) y sus allegados, compartiendo con ellos la creencia en distintos principios y normas. Es así que el hombre arraigado tiene un patrimonio material y espiritual, una herencia común, una conciencia territorial y de comunidad, una conciencia de que es como un eslabón de una cadena que une el pasado con el futuro, en un progreso hereditario.

El hombre arraigado es naturalmente un ser tradicional (recibe y entrega) y un hombre patriota, por eso, el hombre que no lo es, se desnaturaliza. El mismo Salvador dio ejemplo de su humanidad y patriotismo cuando lloró anticipadamente la destrucción de Jerusalén, porque la virtud del patriotismo liga, claramente, con el arraigo.

Flevit super illam (Enrique Simonet, 1892, Museo del Prado)

En el Martín Fierro se observa la importancia que otorga el autor al aprecio que tiene el gaucho a la tierra, a la estancia, al suelo natal, a la patria:

Tuve en mi pago en un tiempo

hijos, haciencia y mujer;

pero empecé a padecer,

me echaron a la frontera

¡y qué iba a hallar al volver!

tan solo hallé la tapera.

Y saco ansí en conclusión,                

en media de mi inorancia,                 

que aquí el nacer en Estancia            

es como una maldición.

Y he decir ansí mismo,                     

porque de adentro me brota,             

que no tiene patriotismo                   

quien no cuida al compatriota.

Y otras veces, habiéndose referido burlonamente o despectivamente al “gringo”, tiene versos conocidos como éste:

Ttiene el gaucho que aguantar

hasta que lo trague el hoyo

o hasta que venga algún criollo

en esta tierra mandar.

Para el gaucho, según el libro gauchesco de Hernández, vivir errante es una tristeza, una penuria, un lamento: “El gaucho vive errante”; “debe el gaucho tener casa”; es un castigo para Fierro abandonar la casa, la mujer y los hijos para ir a la frontera y, al volver, no encontrar nada ni a nadie. “Y es necesario aguantar/el rigor de su destino;/el gaucho no es argentino/sinó pa hacerlo matar”. “Y se hallan hombres tan malos/que dicen de buena gana:/‘El gaucho es como la lana/se limpia y compone a palos’”. Hernández deja bien claro el mal tratamiento que se ha hecho del gaucho y del criollo.

En fin, el Martín Fierro es una obra clásica no sólo por su valor literario intrínseco, sino también en su forma, al ser un cantar, casi diríamos semejante en algún sentido a los cantares de gesta.

Es una obra clásica también por sus frases llenas de sabiduría, como los consejos del viejo Viscacha, y por estar compuesta, en cierta manera, al modo platónico o como los grandes clásicos latinos, con diálogos e interrogantes profundos sobre los misterios vitales, como resulta del contrapunto que tienen al final del libro (La vuelta de Martín Fierro), el propio Martín Fierro y el Moreno (con fama de sabio), en una suerte de payada.

Martín Fierro le pregunta desafiante al moreno, con la guitarra entre sus manos, por cuál es el canto del cielo, cuál en el mundo es el canto de la tierra, cual es el canto del mar, dónde nace el amor, lo que se entiende por ley.

Como contrapartida, el Moreno también le pregunta a Fierro para qué fin el Eterno ha creado la cantidad.

Uno es el sol, uno el mundo,            

sola y única es la luna,                      

ansí han de saber que Dios               

no crió cantidá ninguna.                   

El ser de todos los seres                    

sólo formó la unidá,              

lo demás lo ha criado el hombre                   

después que aprendió a contar.

Esa relación entre unidad y pluralidad que tanto desvela al hombre, y que inspiró a don Juan Donoso Cortés a decir que la pluralidad resume en la unidad; quizás eso es lo quiso decir nuestro Hernández con su verso.

            Asismismo interroga el Moreno por la medida. A lo que Fierro le contesta:

Escuchá con atención            

lo que en mi inorancia arguyo:                      

la medida la inventó              

el hombre, para bien suyo.                

Y la razón no te asombre,                 

pues es fácil presumir.                       

Dios no tenía que medir                    

sino la vida del hombre.

O ¿Cuando formó Dios el tiempo y por qué lo dividió?:

  Moreno, voy a decir,                       

sigún mi saber alcanza:                     

el tiempo sólo es tardanza                 

de lo que está por venir.                    

No tuvo nunca principio                   

ni jamás acabará,                   

porque el tiempo es una rueda,                     

y rueda es eternidá,               

y si el hombre lo divide                    

sólo lo hace en mi sentir,                   

por saber lo que ha vivido                 

o le resta que vivir.

A tal punto va respetando Martín Fierro sus lúcidas respuestas que le dice con abierta franqueza: “Y áura te voy a decir/porque en mi deber está,/y hace honor a la verdá/quien a la verdá se duebla,/que sos por juera tinieblas/y por dentro claridá.

Terminemos este repaso de los versos tradicionales de nuestra tierra, con un fragmento de un verso de la obra que comentamos:

Ama el hombre con ardor,                

ama todo cuanto vive.                      

De Dios vida se recibe                      

y donde hay vida, hay amor.

A esta altura, resulta interesante traer un fragmento de Juan Agustín García, jurisconsulto argentino y autor del libro La Ciudad indiana, quien decía: “Sería difícil resolver si el régimen democrático igualitario e individualista, ha dado más felicidad a los hombres, garantiéndoles, es cierto, el libre ejercicio de su actividad, pero arrojándolos sin más protección y ayuda que la de sí mismos en una lucha brava, llena de zozobras. El mundo antiguo era más tranquilo: con pocas variantes, se moría bajo el techo en que se había nacido, después de haber usado los mismos instrumentos de trabajo que sustentaran a los padres y abuelos y de haber pensado, sentido y amado como ellos. La vida se prolongaba en remotos pasados, en infinito porvenir… y los hombres cerraban sus ojos para siempre, en la dulce confianza de que revivirían en sus descendientes, en la misma casa, bajo los mismos árboles, sin perjuicio de que un cielo entreabierto calmara sus ansias finales”.[15]

En tanto, Gilles Lipovetsky ha observado que «lo nuevo reclama la memoria, … la genealogía”. Según el sociólogo francés la sociedad posmoderna vive “sólo en el presente y no en función del pasado y del futuro, es esa “pérdida de sentido de la continuidad histórica” … esa erosión del sentimiento de pertenencia a una ‘sucesión de generaciones enraizadas en el pasado y que se prolonga en el futuro’ … Hoy vivimos para nosotros mismos, sin preocuparnos por nuestras tradiciones y nuestra posteridad: el sentido histórico ha sido olvidado de la misma manera que los valores y las instituciones sociales»[16].

El pensador francés Gustave Thibon, sostenía al respecto: “¡Qué me importa el pasado en cuanto pasado! ¿No veis que cuando lloro por la ruptura de una tradición es que pienso sobre todo en el porvenir?”[17].

En tanto, François de Charette, conocido como el Rey de la Vendée, en medio de la guerra desatada por la Revolución Francesa en el Oeste de Francia que enarbolaba los ideales abstractos de la Ilustración, como Generalísimo del Ejército Católico pronunció una arenga a sus fieles seguidores, que parece que resonara hoy con la frescura de ayer: “Nuestra Patria está en nuestras almas, en nuestros altares, en nuestras tumbas, en todo lo que nuestros padres han amado antes que nosotros. Nuestra Patria es nuestra Fe, nuestra tierra… ¿Pero la patria de ellos, ¿qué es? ¿Comprenden esto? Ellos quieren destruir las costumbres, el orden, la tradición. Entonces ¿qué es esa patria que se burla del pasado, sin fidelidad, sin amor? ¿Esa patria de confusión y de irreligión? Bello discurso, ¿no es así? Para ellos, la patria parece no ser sino una idea, para nosotros es una tierra. Ellos la tienen en el cerebro; nosotros la tenemos bajo los pies, ¡es más sólida! Y es viejo como el diablo el mundo que ellos llaman nuevo y que ellos quieren fundar en la ausencia de Dios… Se ha dicho que nosotros somos los secuaces de viejas supersticiones… ¡Es para reírse! Pero frente a esos demonios que renacen de siglo en siglo, somos una juventud. ¡Señores! ¡Somos la juventud de Dios, la juventud de la fidelidad!”[18].

El papa san Pío X, frente a las novedades revolucionarias, pontificaba: “La Iglesia, que nunca ha traicionado la dicha del pueblo con alianzas comprometedoras, no tiene que separarse del pasado, y que le basta volver a tomar, con el concurso de los verdaderos obreros de la restauración social, los organismos rotos por la Revolución y adaptarlos, con el mismo espíritu cristiano que los ha inspirado, al nuevo medio creado por la evolución material de la sociedad contemporánea, porque los verdaderos amigos del pueblo no son ni revolucionarios ni innovadores, sino tradicionalistas[19]. Frente a la crisis, nuevamente Thibon exhorta con su pensamiento tradicional cargado de sentido común: «Debemos ser ante todo hombres de lo eterno, los hombres que renuevan, por una fidelidad despierta y activa, siempre cuestionada y constantemente renaciente, aquello que había de mejor en el pasado»[20].


[1] Disponible en: https://www.cultura.gob.ar/por-que-se-celebra-el-dia-de-la-tradicion-en-argentina-8528/. Fecha de consulta: 9 de noviembre de 2021.

[2] Félix Adolfo Lamas, Ensayo sobre el orden social, Instituto de Estudios Filosóficos Santo Tomás de Aquino, 2ª. Edición, 1990, pág. 29.

[3] Petit de Murat en Una sabiduría de los tiempos, distingue entre barbarie y salvajismo, señalando que el primero es una suerte de primitivismo que puede progresar culturalmente, en cambio el segundo importa una degradación que supone una etapa previa de nivel cultural.

[4] Félix A. Lamas, op. cit. pág. 33.

[5] Félix A. Lamas, idem.

[6] Gustave Thibon, Les hommes de l´eternel, Mame, París, 2012, pág. 114.

[7] Félix A. Lamas, op. cit., págs. 42-43.

[8] Félix A. Lamas, op. cit., págs. 20-21.

[9] Félix Adolfo Lamas, op. cit., pág. 25. 

[10] Félix Adolfo Lamas, op. cit., pág. 26.

[11] Félix Adolfo Lamas, op. cit., pág. 27.

[12] Her

[13] Juan Bautista Fos Medina (2015). Hacia una teoría jurídica del arraigo de base constitucional [en línea], Forum. Anuario del Centro de Derecho Constitucional, 3. Disponible en: https://repositorio.uca.edu.ar/bitstream/123456789/2630/1/teoria-juridica-arraigo-constitucional.pdf [Fecha de consulta: 10 de noviembre de 2021]

[14] Juan Bautista Fos Medina, ibíd..

[15] Juan Agustín García, bídem, pág. 117.

[16] Gilles Lipovetsky, La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Editorial Anagrama, Barcelona, 2002, pág. 51.

[17] Gustave Thibon, citado por Edberto Oscar ACEVEDO en Ilustración y liberalismo en Hispanoamérica, Academia Nacional de la Historia, Buenos Aires, 2010, pág. 10.

[18] François-Athanase de CHARETTE DE LA CONTRIE, Discurso a sus oficiales, extraído del prefacio del libro Charette, chevalier du Roi de Michel de Saint-Pierre, Éd. Folio Poche. Traducción tomada de La epopeya de la Vendée, Serie La Nave y las tempestades, La Revolución Francesa, Cuarta Parte, de Alfredo SÁENZ S.J., Ediciones Gladius, Buenos Aires, 2009, pp. 289-290. Y en Juan Bautista FOS MEDINA, Santiago de Liniers. Un caballero cristiano, Ediciones Bella Vista, Buenos Aires, 2018, pág. 56.

[19] PÍO X, Notre charge apostolique, nro. 44, Doctrina pontificia II, Documentos pontificios, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, MCMLVIII, pág. 421.

[20] Gustave Thibon, Les hommes de l´eternel, conférences au grand public (1940-1985), Mame, París, 2012, pág. 5. La traducción es nuestra.