Política y Religión en el flamante Obispado de Buenos Aires

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Por Fernando de Estrada para Revista Argentina (Tercera Época)

Pedro Carranza (Sevilla, 1567 – Buenos Aires, 1632)

En marzo de 1621 arribaba a su sede episcopal monseñor Pedro de Carranza, devoto carmelita devenido en Obispo de una aldea recién erigida en diócesis. La vida conventual había sido una adecuada preparación para su tarea pastoral que le esperaba en ese Buenos Aires cuya primera nota visible era la pobreza generalizada, manifiesta en la situación de las personas individuales tanto como en los edificios y bienes públicos. La circunstancia especialísima de recibir a su primer obispo, por añadidura, no sirvió para poner una pincelada fugaz de alegría en la población, pues una epidemia cuyo diagnóstico exacto no conocemos desaconsejó toda concentración colectiva y dejó al apenas llegado sin la bienvenida adecuada.

            Pedro de Carranza era un típico andaluz, nacido en Sevilla en 1567 e ingresado en los carmelitas descalzos en 1583; sin abandonar su tierra enseñó en casa de su orden artes y teología durante quince años y fue después consultor calificante del Santo Oficio en Sevilla y Granada, funciones que desempeñaba al tiempo de recibir su nombramiento de obispo de Buenos Aires. No parecería a primera vista esta carrera académica y administrativa un prólogo coherente con lo que se esperaba de un pastor en tierra de lobos como era la entonces remota región a la cual se lo destinaba. Pero cabe recordar a este respecto la reflexión de Juan Agustín García en “La Ciudad Indiana” acerca de la calidad humana que caracterizaba a las autoridades eclesiásticas de los primeros tiempos de la colonización a quienes se debían los niveles de cultura relativamente altos en esa sociedad primitiva.

            La designación episcopal de Carranza y la asunción de su sede se cumplieron en término tan breve que faltó tiempo para la requerida ceremonia de ser formalmente ordenado, consagración que como se sabe sólo puede ser cumplida por otro obispo. El más próximo, el titular del Tucumán, se hallaba en Santiago del Estero, y hasta allí se dirigió Carranza a través de los caminos fragosos o huellas casi inexistentes por los cuales alcanzó su meta a fines de junio de ese mismo año 1621, luego de casi dos meses de recorrer interminables soledades.

            La vuelta la aprovechó para visitar gran parte de su extendida diócesis y ejercer en plenitud su ministerio al llevar el sacramento de la confirmación a toda su grey, incluidos los habitantes de las reducciones indígenas. En Santa Fe, donde fundó una escuela que puso a cargo de los jesuitas, se le presentó una oportunidad muy especial para el ejercicio de su ministerio: también para el igualmente nuevo obispado del Paraguay se había designado un titular, fray Tomás de Torres, que debió hacerse cargo de sus funciones antes de recibir la ordenación. Camino a su cátedra, Torres se encontró con Carranza y éste procedió a consagrarlo cual había hecho con él semanas antes Julián de Cortázar, el diocesano de Tucumán.

            El 18 de septiembre estaba en Buenos Aires presto a atender las necesidades espirituales de sus dos mil quinientos habitantes. No se encontraba huérfano de colaboradores, pues en sus poco más de cuarenta años de existencia la ciudad se había incorporado un número relativamente alto de religiosos, además de su clero secular. En 1583 arribó desde España un contingente de pobladores acompañado por dieciocho franciscanos; en 1602 los mercedarios y los dominicos fundaron sus primeras casas en Buenos Aires. Los jesuitas se establecieron en 1608, tras frecuentar la ciudad en tareas misioneras desde 1602.

            La ciudad entera constituía una sola parroquia, cuya sede el obispo Carranza erigió en Catedral el 12 de mayo de 1622. No ha cambiado su ubicación desde entonces, pero sí sus condiciones como edificio. Con las siguientes palabras describía Carranza el estado de lo que debería ser el templo mayor: “Está tan indecente que en España hay lugares en los campos de pastores y ganados más acomodados y limpios; no hay sacristía sino una tan vieja, corta e indecente de cañas, lloviéndose toda, con suma pobreza de ornamentos; ni casulla ni capa frontal hay para celebrar los oficios divinos, ni órgano, ni libros para cantar; el Santísimo Sacramento está en una caja de madera tosca y mal parada; una capa vieja o dos y un mal frontal. La Iglesia lloviéndose toda y no hay tablas sino cañas en el techo, con cantidad de nidos de murciélagos, toda llena de polvo y un retablo viejo de lienzo y sin coro ni cosa que huela a devoción y decencia”.

            En cuanto a los feligreses de tal templo, su obispo se refería a la miseria que los afligía en estos términos: “La mayor parte, por no tener capas ni mantos ni con qué cubrir sus carnes, no salen a misa, trabajando en el campo para valerse de las sementeras y frutos que la tierra produce, y con ellos vestirse, y a sus mujeres e hijos”.

            Pero no eran los vecinos el sector más afligido por la necesidad. Las extrañas circunstancias económicas que caracterizaban a Buenos Aires hacían que hubiera gran cantidad de negros cuyos amos muy poco se ocupaban de ellos. La situación preocupaba especialmente a los jesuitas, cuyo provincial, Nicolás Durán, la planteó al obispo con toda su gravedad. Movido por este impulso, Carranza impuso solemnemente a los dueños de esclavos que enviasen a éstos los domingos y fiestas de guardar a la plaza mayor para que fuesen adoctrinados por los jesuitas, tarea que recayó especialmente sobre el padre Lope de Castilla. Él y sus colaboradores de la Compañía se encontraron con la barrera idiomática de la jerga angolesa hablada por esos africanos, pero, según se lee en las Cartas Anuas de la época que dan cuenta de las actividades jesuíticas, a poco andar los cultos catequistas penetraron los secretos de esa lengua y hasta prepararon una gramática y un vocabulario de ella.

            La erección de la Catedral supuso la formación de un Cabildo Eclesiástico de cinco canónigos cuyo mantenimiento resultó más costoso de lo previsto. Para resolver la situación, Carranza intentó ejercer el derecho que le correspondía de establecer la obligación del pago de diezmos a los pobladores, y ello bajo pena de excomunión. Los recursos que esperaba recaudar el obispo los quería dedicar también a dos ermitas que había fundado como embriones de futuras parroquias y al mejor desempeño de la Cofradía de San Simón y San Judas, los abogados de la ciudad contra las plagas de hormigas y ratones.

            La reacción contraria del Cabildo secular fue casi instantánea. La corporación municipal invocó jurisprudencias y argumentaciones fundadas en la pobreza del vecindario. El obispo desistió entonces, pero reiteró sus pretensiones en años siguientes con el resultado de que el Cabildo apeló el caso ante la Real Audiencia de Charcas, donde dormitó hasta finales del siglo XVIII.

            El gobernador Francisco de Céspedes llegó a Buenos Aires el 17 de septiembre de 1624; era el segundo en su cargo después de haberse dividido el territorio y la diócesis del Paraguay; y sostuvo al principio buenas y pacíficas relaciones con el obispo, las congregaciones religiosas y el cabildo. Fue notable su iniciativa de que los jesuitas asumieran la evangelización de los charrúas de la Banda Oriental del río, para lo cual se hizo presente en la nueva capital el luego beato Roque de la Santa Cruz, mártir y primer americano de estas regiones en ascender a los altares. Resultó lamentable que la iniciativa fuera más política que pastoral, y que tal vez por ello no la asistiera para su éxito la ayuda sobrenatural que hubiese sido menester. El resultado no sorprendió al obispo Carranza, quien desde el principio había desconfiado de las intenciones del gobernador; es harto probable que el episodio haya marcado el inicio del distanciamiento entre ambos.

Pero la mayor parte de los conflictos institucionales y aun personales encontraba su origen en la situación de pobreza de la ciudad. Pobreza que hoy calificaríamos de “estructural”, en el sentido de carencia de posibilidades de producción que exceda los límites de la subsistencia. Sin embargo, tan desdichada situación de ninguna manera podía considerarse inevitable, y por consiguiente tenía mucho de artificial.  

La injusta miseria de Buenos Aires

En 1580, Juan de Garay había fundado la ciudad de la Trinidad, nombre que no tardó en dejar paso al de Buenos Aires, para “abrir puertas a la tierra”, según consta en la documentación de la época. Esto significaba dar una comunicación directa con el mundo exterior a la mayor parte de lo que constituía entonces el virreinato del Perú y en especial las regiones que constituirían los territorios de la Argentina, Paraguay, Bolivia y Uruguay. Durante catorce años se conservó como incipiente promesa de que ése sería su destino, especialmente porque a partir de 1590 se incorporaron a la población estable nuevos vecinos más interesados en las actividades comerciales que en el cultivo de la tierra.

La aparición de este grupo social implicó una activación del intercambio entre los escasos productos que podían sobrar a una economía de subsistencia como era la rioplatense y los bienes y utensilios que la tierra no podía generar. No resulta extraño que las posibilidades del puerto de Buenos Aires entraran en crecimiento si se tiene en cuenta que el ingreso y egreso de mercaderías en las posesiones españolas de América del Sur estaban limitados a rutas fijas que con cabecera en el puerto de Sevilla pasaban por Panamá y desembocaban en Lima, desde donde se distribuían y circulaban los bienes por el resto del entonces enorme virreinato del Perú. A Buenos Aires, su estribación más extrema, las mercaderías llegaban astronómicamente encarecidas respecto a los precios originales en razón de los costos de transporte.

Parecía, por consiguiente, un fenómeno natural que se abriese una nueva vía de comercio y comunicación con el exterior dando continuidad al propósito fundacional de Garay. Sin embargo, otras consideraciones prevalecerían sobre las aspiraciones tan justas de Buenos Aires para funcionar como puerto. En primer lugar, la filosofía económica de la época sintetizada en la palabra “mercantilismo”. Uno de los puntos centrales de esa ideología consistía en medir la riqueza nacional por la disponibilidad de metales preciosos que tuviera el Estado central. La Corona española profesó este principio casi como una verdad religiosa, y en definitiva su aplicación le resultó funesta porque la abundancia del oro y la plata como recursos monetarios terminó funcionando a manera de una inflación crónica que arruinó la economía general.

Ahora bien, los metales preciosos extraídos en la región altoperuana del Potosí debían, según las convicciones mercantilistas, concentrarse en las arcas reales antes que servir de moneda de trueque que pudiera llevarlos a manos extranjeras. El temor a que el circulante metálico se escurriera por el comercio rioplatense prevaleció sobre las conveniencias de la apertura y resultó un factor decisivo para que se decidiera el cierre del puerto. Otro factor igualmente inspirado por el mercantilismo fue la idea de que la actividad económica debía estar controlada por la autoridad pública y que sus ramas fuesen en la medida de lo posible monopolizadas por concesionarios de la Corona. No es extraño que los controladores por permiso real del comercio limeño ejercieran, consiguientemente, sus poderosas influencias para que el posible competidor rioplatense abortara antes de volverse peligroso.

Lo que para los monopolistas era riesgo, para otras regiones del futuro territorio argentino era oportunidad semejante a la de los bonaerenses. El Obispo del Tucumán Francisco de Vitoria, de la orden dominicana, tuvo en 1587 la iniciativa de exportar la producción textil de los indios a su cargo a través del puerto de Buenos Aires. El 2 de septiembre de ese año partió el cargamento rumbo a los puertos de Brasil, entonces dependiente de la Corona española, y por eso esta fecha es celebrada anualmente como el Día de la Industria.

La prohibición quedó mitigada por varios permisos especiales, pero de todos modos las consecuencias resultaron devastadoras, situación que afectó el celo pastoral del Obispo de Asunción, fray Martín Ignacio de Loyola. Este extraordinario personaje era sobrino segundo de San Ignacio, pero su tipo de personalidad no le llevó a integrarse con la fundación de su tío sino con la Orden Seráfica de San Francisco. Sin embargo, muchos de sus rasgos recuerdan a San Francisco Javier, el gran discípulo de Ignacio. En efecto, el franciscano Martín se sintió atraído por la evangelización del Oriente y fue misionero en Filipinas, China, Malaca y la India. Después de dar así la vuelta al mundo, regresó a España donde se le designó Obispo de Asunción (diócesis que todavía comprendía a Buenos Aires).

Llegado a su jurisdicción eclesiástica, comprendió la situación de sus fieles y decidió retornar a España para plantear ante el Rey la necesidad de reabrir el puerto. En el alegato que presentó pueden leerse estos párrafos:

“El fin que tiene el Rey Nuestro Señor como católico y cristianísimo en las cédulas que despacha es el servicio de Dios Nuestro Señor y el bien y aumento de la república y de sus vasallos, y si alguna cédula emanase contraria a ese fin sería por falsa y siniestra información, y los gobernadores la han de reverenciar pero no ejecutarla en cuanto es repugnante al dicho fin”.

La gestión del obispo, que además había recibido del vecindario rioplatense mandato para cumplirla, fue escuchada, y el 2 de enero de 1603 estaba otra vez Martín Ignacio de Loyola en Buenos Aires, portador de la Real Cédula de fecha 20 de agosto del año anterior, en la cual Felipe III reconocía los argumentos y accedía con limitaciones a lo solicitado. En las palabras del soberano: “Se me ha representado la pobreza de aquella tierra y cuan poco se aumenta su población por faltarle todo lo que es menester para vivir y por no tener salida los vecinos de aquella gobernación de sus frutos, ni de donde proveerse las cosas necesarias para el servicio de sus personas y casas por estar prohibida la entrada y salida de aquel puerto de todo género de ropas y mercaderías y que la seguridad de la dicha ciudad y los demás puertos de aquella costa consistía en estar bien poblada la tierra y que para esto el principal medio sería darles licencia y permisión como me suplicaban se las mandase dar, para que pudiesen sacar algunos frutos de la tierra y llevarlos al Brasil y a Guinea y a otras islas y tierras comarcanas y trocarlas por ropa, fierro, y otras cosas de que tienen precisa necesidad y para labrar las tierras y las minas que por falta de ella no se labran…”.

            Se trataba de un avance muy importante, pero con limitaciones demasiado estrechas puesto que sólo contemplaban con mayor generosidad los requerimientos de una economía de subsistencia mientras se ignoraban las posibilidades de un crecimiento comercial significativo. El padre Guillermo Furlong trae un doloroso testimonio de ello en su “Historia del Colegio del Salvador” cuando refiere las operaciones que los contemporáneos llamaban “granjerías” y que eran simplemente actos de comercio determinados por el estado de necesidad a que se vieron obligados los jesuitas en los primeros años del siglo XVII. Cuando tales “granjerías” llegaban a conocimiento de los superiores de la Compañía, éstos hacían descender duras reconvenciones sobre los pobres padres apretados por la miseria. Tras recordar que los jesuitas tenían la responsabilidad de la educación pública y gratuita en Buenos Aires, Furlong hace a ese respecto el siguiente comentario: “La verdad es que el buen nombre y el crédito de la Compañía no había corrido tanto riesgo como suponía e indicaba el General de los jesuitas, ya que estas negociaciones o granjerías eran poco menos que imprescindibles si no se quería estar con los brazos cruzados y en una inacción total y absoluta. Era menester construir aulas escolares, agrandar la iglesia, cercar los predios, pintar las paredes, arreglar las puertas, ampliar los galpones, etcétera, y nada de esto era posible, así a los jesuitas como a las demás personas que no se contentaban en la inacción, si no era por el medio de un comercio que en Europa podría ser causa de escándalo, pero no lo era en el Río de la Plata”.

Los primeros partidos políticos…

            A lo largo de este período se fueron formando los primeros partidos políticos de la Argentina, no ciertamente para disputas electorales sino como tendencias de opinión. Fueron los “beneméritos” y los “confederados”; entre los primeros se contaba la mayoría de los fundadores y sus descendientes, imbuidos del sentimiento medieval heredado de la reconquista española que adjudicaba a la posesión y cultivo de la tierra el título válido para el ascendiente social y político. Lo que restaba de feudal en este temperamento alimentaba también un acatamiento profundo a la autoridad real.

            “Confederados” se llamaba a quienes descreían de las solas posibilidades del trabajo rural para llevar adelante al Río de la Plata y ponían su esperanza en el desarrollo del comercio; no dudaban de la legitimidad de este camino que los llevó a la práctica intensa del contrabando como medida correctiva de los errores de la política económica de la Corona y se sentían justificados por expresiones como la del obispo Loyola que no era extraño escuchar en labios de muchos otros religiosos.

            A la llegada de Pedro de Carranza, el partido de los beneméritos se encontraba prácticamente extinguido; los que quedaban en realidad sostenían un principio de prudencia en cuanto a que los alcances del contrabando no se expandieran al punto de irritar a la autoridad real y perder también lo que ésta había concedido. De todos modos era imposible poner freno a una actividad a la cual la costumbre había conferido legitimidad y hasta prestigio.

            Volvamos a las relaciones entre el gobernador Francisco de Céspedes y el Obispo, que dejamos en trance de enfriamiento con motivo del fracaso de las reducciones para los indios charrúas. El episodio coincidía con la declinación del buen clima que había rodeado en los ambientes de Buenos Aires a la persona de Céspedes. Los antecedentes de la situación política en que se hallaba le llevaban a asumir la línea de los beneméritos, cuyo campeón seguía siendo el antaño gobernador Hernando Arias de Saavedra, Hernandarias. De algún modo lo hizo, aunque cada vez más formalmente a medida que iba conociendo a sus gobernados. Pronto comprendió cómo el comercio ilegal constituía un tejido social que abarcaba a la mayoría de la población y tenía su propia estructura jerárquica en las actividades privadas. En definitiva, algo parecido a una concentración empresaria por todos conocida pero inexistente en registros y papeles.

            De la perspectiva de ser un segundo Hernandarias Céspedes pasó al cultivo de buenas relaciones con los empresarios del contrabando, cuya figura más notable era Juan de Vergara por su riqueza, por sus títulos de notario del Santo Oficio y tesorero de la Santa Cruzada, y por su vara de regidor permanente que en la práctica le permitía determinar las decisiones del Cabildo. Con autorizaciones, permisos y una cuota de vista gorda, el gobernador afirmó sus nuevas amistades mientras aprendía de ellas las claves del negocio.

            Ya bastante llevaba aprendido cuando el obispo Carranza, en una comunicación al rey Felipe IV, acusaba al gobernador de haber ubicado contra derecho a sus dos hijos en puestos clave para el control del comercio clandestino. Carranza acusaba al trío de haber establecido un despotismo “sin temor de Dios ni de Vuestra Majestad…Traen muy afligidos a estos pobrecitos vecinos y moradores, pues compran mercadurías que vienen de fuera y hacen de todo estanco, hasta de las carnicerías, para luego vender por subidos precios hasta la sal y el vino, con lo que hay grandísimo daño y fraude”.

            Es decir, el gobernador había empezado a ejercer por su cuenta el arte del contrabando y lo complementaba con el de la especulación. Quizás hubiesen quedado allí las cosas de haberse los Céspedes conformado con lo adquirido, pero su sensación de omnipotencia los llevó a entrometerse en el contrabando oficializado, o contrabando ejemplar, como se le llamaba en la época.

…Y las primeras violencias políticas

            El 26 de junio de 1627, el Cabildo reiteró en despacho al Rey las acusaciones contra Céspedes formuladas por el Obispo. El documento no tardó en trascender con el resultado de que el 3 de agosto el .gobernador formó una pequeña y ruidosa hueste para apresar a Juan de Vergara, indudable autor de la pieza. Según el acta del Cabildo que refiere el episodio, “salieron padre, hijos y un esclavo y otros armados a prenderle como lo hicieron con tan grande ruido y alboroto que se escandalizó la ciudad, oyéndose disparar piezas, tocar cajas, poner cuerpos de guardia, con otras circunstancias graves”.

            Vergara, cargado de grillos, fue encerrado en un calabozo común de la cárcel del Cabildo en condiciones nada adecuadas a la importancia del preso. Los notables de la ciudad acudieron a interceder por él ante el gobernador sin obtener clemencia; inclusive, según un informe de la Audiencia de Charcas, se le terminó de acabar la paciencia y “dio de rempujones al comisario del Santo Oficio”, altísima dignidad de la época. Mal prólogo para la gestión personal que intentó el obispo, de rapidísimo trámite a causa del maltrato verbal que le infligieron a coro los tres Céspedes. Para completar la jornada y hacer saber quién mandaba, el gobernador organizó un despliegue de sus fuerzas militares, con disparos de artillería, exhibición de armamento y repiqueteo de tambores.

            En los días siguientes cundió la noticia o el rumor de que Céspedes había anunciado su propósito de aplicar a Vergara pena de muerte por garrote vil en el calabozo donde lo tenía prisionero. En el clima de apasionamiento que respiraba Buenos Aires no se precisaba saber más para pasar a las vías de hecho. El 3 de agosto, Pedro de Carranza mismo, reviviendo la tradición de los obispos guerreros medievales, se presentó ante la cárcel del Cabildo a la cabeza de una muchedumbre de sacerdotes y laicos armados y exigió la entrega de Vergara para juzgarlo de acuerdo a la ley canónica. Céspedes se hizo presente, acompañado por su conocido son de tambores para dar vigor a sus argumentos. Para destacar los suyos el Obispo mandó redoblar las campanas de los templos. La población de la ciudad, alarmada por los tañidos, acudió para sumarse a la pendencia y Céspedes se dio por vencido. Vergara salió en brazos de sus salvadores, pero no en libertad sino a una especie de prisión domiciliaria en la residencia del Obispo a la espera de que se le sustanciara un proceso judicial correcto.

            El gobernador se encontró con su autoridad muy debilitada, pero acorde con su temperamento intentó algunas demostraciones de fuerza. Aumentó el número de su guardia personal a través del antipático sistema de milicia que sacaba de sus trabajos a los convocados, y con relación al Cabildo pretendió que sus miembros se desplazaran al fuerte para sesionar bajo la vigilancia que les impondría.

            Medidas tan impolíticas hicieron que sus víctimas solicitaran la intervención del Obispo. Carranza se mostró pacificador e inició conversaciones con Céspedes a través de delegados. Céspedes comenzó cediendo en lo relativo al Cabildo, pero a poco andar se ratificó en sus demás pretensiones e incluso amplió más aún la guardia de los disgustados milicianos, que prefirieron ir también ellos en queja ante el Obispo antes que proteger al gobernador. La tensión siguió en aumento, hasta que Carranza, tras amonestarlo cuatro veces, lo declaró en entredicho.

            No fue suficiente. El 25 de agosto de ese año de 1627 Céspedes ensayó otro golpe de mano, que conviene describir con las palabras mismas del Obispo tomadas de su informe al Consejo de Indias: “Hizo junta de gente en el fuerte…Repartió mosquetes y municiones, enarboló el estandarte real, tocó clarín y cajas, disparó piezas de artillería, diciendo que muy pronto lo absolverían y todos harían tuerto y derecho lo que él mandase, y alborotó la república con voz y fama de que todo aquesto era para prenderme y embarcarme”.

            La marcha de Céspedes se detuvo cuando Pedro de Carranza, revestido solemnemente y con la cruz cubierta, dio orden de iniciar la ceremonia de anatema que significaría para Céspedes la pena de excomunión mayor. La tropa del gobernador se dispersó y volvió a sus trabajos habituales, mientras él se recluía en el fuerte a meditar un nuevo paso. Que esta vez resultó sabio: solicitó la absolución y el Obispo se manifestó conforme.

La Ley sobre las leyes

            A partir de ese punto, Buenos Aires volvió a la tranquilidad precaria que las circunstancias permitían. El Cabildo se reunió el 13 de septiembre y una de sus resoluciones fue separar de su cuerpo a Juan de Céspedes, uno de los cuestionados hijos del gobernador. La Audiencia de Charcas, que tenía competencia en los litigios de Buenos Aires, comisionó a Diego Martínez de Prado para investigar las cuestiones pendientes, y este interventor puso en serios aprietos a la familia Céspedes: a Francisco (el gobernador) le imputó setenta y cuatro cargos; a Juan, veinte, y a José, nueve. La situación de Juan de Vergara permaneció irresuelta.

            Muy pronto la Audiencia reemplazó a Martínez de Prado nada menos que por Hernandarias, quien al aceptar su nombramiento destacó que, respecto al obispo y al gobernador, “no les pediré cosas injustas sino, con la palabra de Cristo nuestro Redentor, que a Dios se le dé lo de Dios, y al César lo que es del César; que al señor Obispo obedezcamos todos en lo espiritual, y al Gobernador en lo temporal”. El ascendiente personal de Hernandarias bastaba para recomponer la situación de manera estable. Confirmó la autoridad de Céspedes, remitió a Vergara a la Audiencia de Charcas para que allí fuese juzgado, y en definitiva todos los elementos del conflicto los giró a ese tribunal. Allí se condenó a un pago de multa por los episodios del 3 de agosto a Carranza y sus principales seguidores de aquella jornada. Más tarde, cuando el Rey dictó sentencia, ésta quedó en una exhortación para mantener la paz y quietud “de esa república”.

            Al año siguiente de los acontecimientos, Carranza se presentó en Charcas para participar en el Concilio provincial que allí celebraba sus sesiones, en el cual fue reconocido como personalidad sobresaliente. Volvió a Buenos Aires en 1630, tras haberle anunciado desde Córdoba por carta su llegada a Céspedes; el gobernador le respondió con amabilidad suma y en lo sucesivo no escatimó elogios al prelado y colaboró sin remilgos con su acción pastoral. Juan de Vergara resultó absuelto en Charcas y retornó a Buenos Aires, donde no tuvo ya conflictos con Francisco de Céspedes.

            El padre Cayetano Bruno, gran historiador de la Iglesia en la Argentina, considera que en la difícil tarea de juzgar los hechos del pasado, por lo que se refiere al conflicto porteño de 1627 se encuentra un singular aporte en el dictamen de Andrés Garavito de León, visitador enviado por el Rey algunos años después para obtener una visión serena y objetiva de lo sucedido. Garavito califica de escandalosa la prisión de Vergara y de piadoso aunque poco discreto su rescate violento tal como lo ejecutó Carranza. Pero más significativo resulta la relación que Bruno establece entre las conclusiones de Garavito sobre el caso particular y las que contemporáneamente formulaba el jurista Juan de Solórzano y Pereira para toda la América española. Porque en la “Política Indiana” de Solórzano se escucha más que el sinfónico ordenamiento de la legislación hispana y su adaptación al mundo americano: en Solórzano resuena un eco del Antiguo Testamento cuando presenta al profeta como irrupción de la verdad eterna dentro del flujo trivial de la historia. Esto parece un tanto exagerado en nuestro contexto, pero cada vez que se afirma a la justicia como correctivo del derecho positivo estamos respirando el aire de lo profético. Lo aspirábamos al recordar la sentencia del obispo Loyola cuando niega obediencia a las cédulas reales repugnantes al bien común; lo respiraban nuestros mayores cuando en los cabildos rendían honores a esas cédulas al tiempo que declaraban “se acata pero no se cumple”.

            En esa especie de Digesto justinianeo que es para nosotros los americanos la Política Indiana de Solórzano y Pereira ha habido lugar para nuestro primer Obispo de Buenos Aires. Escribe Solórzano: “En las Indias y partes muy remotas, donde sin gran dificultad y sin esperanza de oportuno remedio, no se podría ocurrir al Rey o al superior para conseguirle y desagraviar a los miserables, tiranizados u oprimidos: en tal caso el obispo o juez eclesiástico podrá hacerlo”. Y agrega “De esta doctrina según parece, se quiso valer en tiempos pasados el reverendísimo obispo del Río de la Plata don Fray Pedro de Carranza…para sacar de la cárcel real a un Juan de Vergara, a quien el gobernador de aquella ciudad, según el obispo decía, quería dar garrote en la cárcel sin oírle, ni admitir sus defensas, ni aun permitir que recibiese los sacramentos”.             Ya no se trata del mismo tipo de dificultades para el brillo de la justicia, pero el espíritu profético de la verdad no deja hoy de interpelar al derecho positivo cuando éste se ha dejado modelar a imagen de intereses perversos o fantasías antinaturales. La catedral llovediza de cañas entrelazadas seguirá significando con su debilidad aparente a esa gran tradición que hoy, como siempre, es la única esperanza firme de verdad y justicia para nuestra patria.